¿Oramos por costumbre y mecánicamente, o en verdad sentimos lo que estamos diciendo?
Cuando oramos correctamente, podemos sentir que algo se transforma en nosotros, que empezamos a vivir de forma distinta. Nuestra oración puede dar frutos, y esos frutos tienen que darse a conocer.
Cada creyente se enfrenta al peligro de acostumbrarse a las palabras de la oración y distraerse mientras ora. Para que esto no suceda, tenemos que luchar permanentemente contra nosotros mismos, o, como dicen los Santos Padres, tenemos que cuidar nuestra mente y aprender a encerrar nuestra mente en las palabras de la oración.
¿Cómo hacer esto? En primer lugar, no tenemos que caer en la tendencia a simplemente pronunciar palabras cuando la mente y el corazón ya no son sensibles a ellas. Si empiezas a leer una oración, pero tu mente se distrae, regresa al punto donde esto empezó a ocurrir y retoma desde ahí tu oración. Si es necesario que repitas tu oración, tres, cinco o diez veces, hazlo; lo importante es alcanzar un nivel en el que todo tu ser sea sensible a lo que estás haciendo.
Un día cualquiera, en la iglesia, una señora me pidió que la escuchara:
—Padre, a lo largo de todos estos años he leído muchísimas oraciones; sobre todo, las oraciones de la mañana y las de la noche. No obstante, mientras más las leo, menos me gustan y me parece que hasta menos creo en Dios. Siento que he llegado a hastiarme de las palabras de esas oraciones… y estoy convencida de que ya no soy sensible a ellas.
Le respondí:
—¡Ya no leas las oraciones de la mañana y de la noche!
Ella se asombró:
—¿Cómo así, padre?
Le repetí:
—Renuncia a ellas. No las leas más. Si tu corazón ha dejado de ser sensible a sus palabras, lo que necesitas es encontrar otra forma de orar. ¿Cuánto tiempo te toma hacer tus oraciones de la mañana?
—Unos veinte minutos, padre.
—¿Estás dispuesta a ofrecerle veinte minutos a Dios, cada mañana?
—¡Sí, padre!
—Bien. Elige cualquiera de las oraciones de la mañana y léela durante veinte minutos. Lee una frase, guarda silencio y medita sobre su sentido. Haz lo mismo con la siguiente frase. Repítela, medita y examina si se corresponde con tu forma de vida, si estás preparada para vivir de un modo tal que esta oración se haga realidad en tu vida. Seguramente has leído: “Señor, no me prives de Tus bondades celestiales”. ¿Qué significan estas palabras? O: “Señor, líbrame de los tormentos eternos”. ¿Cuál es el peligro de esos tormentos eternos? ¿En verdad les tememos? ¿Realmente queremos vernos libres de ellos?
La mujer empezó a orar de esa manera y, pronto, su oración volvió a llenarse de vida.
Tenemos que aprender a orar. Tenemos que trabajar con nosotros mismos; no nos podemos permitir presentarnos frente a los íconos y repetir meras palabras vacías.
Asimismo, la calidad de la oración se demuestra con lo que le precede y lo que le sigue. Es imposible concentrarte al orar cuando estás enfadado, o, por ejemplo, si antes de empezar a orar has discutido con alguien o alguna persona te ha pedido que hagas otra cosa. Entonces, tenemos que prepararnos interiormente antes de empezar a orar, para librarnos de todo lo que interfiere con nuestra oración y dedicarnos a ella solamente cuando hayamos alcanzado una disposición interior que le favorezca. Y veremos que, después de esto, nuestra oración brotará con más facilidad. Del mismo modo, al terminar de orar no tenemos que agitarnos inmediatamente. Al finalizar nuestra oración, lo mejor es darnos un tiempo para escuchar la respuesta de Dios, para que algo resuene en nuestro interior, como respuesta a la presencia de Dios.
Cuando oramos correctamente, podemos sentir que algo se transforma en nosotros, que empezamos a vivir de forma distinta. Nuestra oración puede dar frutos, y esos frutos tienen que darse a conocer.