“¿Para qué confesarme? ¡Pero si yo no he cometido pecados graves!”
Si ver nuestros propios pecados fuera cosa fácil, San Efrén el Sirio no nos hubiera enseñado a pedir: “Así, Señor y soberano, concédeme ver mis propios pecados”.
“¿Para qué confesarme? ¡Pero si yo no he cometido pecados graves! Que se confiesen los que matan, los que roban, los que cometen injusticias y pecados semejantes...”
En una primera situación, el individuo cree que no será perdonado, debido al peso que siente en la conciencia.
“No he cometido pecados graves...” ¿Cuánto de cierto hay en tal afirmación? Si una persona pasa mucho tiempo encerrada en la misma habitación, se acostumbrará pronto a ese aire infecto y dejará de percibir lo desagradable que es. Sin embargo, quien entre por primera vez en aquel lugar, no podrá soportar la pestilencia y buscará cómo salir lo antes posible.
Entonces, que respondan quienes dicen “no tengo grandes pecados”, si tienen a Cristo en sus corazones. A Él le gusta morar en corazones puros. ¿Son puros sus corazones? ¡Difícil de responder! Ellos se imaginan que tienen corazones puros, sin verificar la certeza de su afirmación.
“Si decimos que no tenemos pecado, nos estamos engañando a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (I Juan 1, 8). ¡Y Cristo no puede estar ahí donde también está la mentira!
¿Qué hay que hacer, entonces? Confesarnos. “Pero si confesamos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda maldad.” (I Juan 1, 9)
Los Santos Padres nos enseñan que es necesario que el hombre reconozca sus pecados. Y esto puede explicarse, entendiendo la ceguera que nos provoca el maligno.
Si ver nuestros propios pecados fuera cosa fácil, San Efrén el Sirio no nos hubiera enseñado a pedir: “Así, Señor y soberano, concédeme ver mis propios pecados”. Ni San Juan de Kronstadt hubiera afirmado: “En verdad, es un don de Dios poder reconocer tus pecados en su multitud e infamia”. Así las cosas, quienes consideran que no tienen grandes pecados están, de hecho, ciegos. Lo que tendrían que hacer es pedirle a Dios que les permita conocer sus faltas y librarse de esa fatal ignorancia que les abruma. Y aunque sus pecados fueran tan pequeños como granos de polvo, si no son eliminados por medio de la confesión frecuente, se seguirán acumulando y terminarán ensuciando la completa morada de sus corazones, de tal suerte que el altísimo Visitante Celestial no podrá entrar en ellos.
Los pecados en apariencia minúsculos son, a menudo, más perniciosos que las más grandes faltas, porque estas suelen abatir tan fuertemente el alma, que pronto son confesadas, absueltas, corregidas y eliminadas. Por el contrario, los pecados “insignificantes” no oprimen tanto el alma, pero esconden una fuerza asesina: la irresponsabilidad para con la gracia de Dios y la propia salvación.
Muchísimas menos personas mueren devoradas por grandes fieras salvajes, que por causa de ínfimos e “invisibles” microbios. Usualmente, los pecados menores —en apariencia insignificantes— son dejados pasar. Son pecados que olvidamos fácilmente, aunque debilitan nuestro pensamiento moral y provocan el peor de los hábitos: la costumbre de pecar.
De esta manera, el pobre pecador vive engañándose a sí mismo, afirmando que no lo es, que dentro suyo todo está en orden, cuando, de hecho, no es sino un triste esclavo de la iniquidad.
Los pecados “pequeños” producen un verdadero vacío en la vida espiritual del hombre. Así como el péndulo de un reloj de pared termina deteniéndose por culpa del polvo acumulado en su mecanismo, así también el pulso espiritual del hombre se detiene paulatinamente bajo esa capa gruesa de pecados menudos, que ha dejado amontonarse. Para que aquel reloj vuelva a funcionar, lo que hay que hacer es sacudir todo el polvo, limpiar los engranajes. Y para que el hombre pueda empezar una nueva vida espiritual, debe primero confesar hasta sus más pequeños pecados.
(Traducido de: Arhimandritul Serafim Alexiev, Viața duhovnicească a creștinului ortodox, Editura Predania, Bucureşti, 2006, p. 107)