Palabras de espiritualidad

Poniendo siempre la esperanza en Dios

  • Foto: Tudor Zaporojanu

    Foto: Tudor Zaporojanu

¡Es asombrosa la rapidez con la que olvidamos y la facilidad con que nos perdemos en la abundancia!

Hay algunos que dicen: “Tengo fe y sé que Dios me va a ayudar”, pero, por otra parte, se dedican a juntar dinero para que no les falte nada. No se dan cuenta de que están ofendiendo a Dios, porque no se abandonan a Su voluntad, sino a la del dinero. Si no renuncian a amar el dinero y a poner todas sus esperanzas en él, no podrán esperar en Dios.

No estoy diciendo que sea malo ahorrar, no. Lo que quiero dar a entender es que no debemos poner toda nuestra esperanza en el dinero ni entregarle nuestro corazón, porque nos olvidaríamos de Dios. El que haga muchos planes personales, sin confiar en Dios, para después decir que las cosas le salen mal porque así lo quiere Él, está maldiciendo todo lo que hace y mucho habrá de sufrir. Aún no hemos entendido el poder y la bondad de Dios. No lo dejamos que nos gobierne como un Señor, por eso es que sufrimos.

En Sinaí, en la ermita de Santa Epistimia, en donde viví por un tiempo, el agua era escasa. Apenas brotaban unas gotas de entre las piedras, adentro de una cueva, a unos 20 metros de distancia de la ermita. Me hice un recipiente de hojalata y lo puse allí, en donde caían esas pocas gotas de agua. En un día juntaba hasta 3 litros. Cuando iba a traer agua, ponía el recipiente y empezaba a recitar el Acatisto a la Madre del Señor. Además, me humedecía un poco la frente, porque un médico me recomendó hacerlo para refrescarme en aquel sofocante calor. Después, ponía en una botella el agua que habría de servirme para beber, y también ponía otro poco en un pequeño cubo, para los pajarillos y los ratones que venían a la ermita. Si me sobraba algo de agua, la utilizaba para lavar alguna cosa. ¡Qué alegría, qué gratitud sentía por esa agua! ¡Le daba gracias a Dios porque tenía al menos un poco de agua!

Cuando vine al Santo Monte Athos y me quedé por un tiempo en el Monasterio de Iviron, el agua allí era abundante. Había un estanque que se llenaba a rebosar. ¡Yo aprovechaba y me lavaba los pies y la cabeza...! Pero ya no experimentaba aquel consuelo de antes. En Sinaí, mis ojos se llenaban de lágrimas, agradeciéndole a Dios por la poca agua que tenía, en tanto que en Iviron no sentía nada, porque había agua abundantemente. Por eso, me fui de ahí y me mudé otra celda, a unos 80 metros de distancia del monasterio, en donde me hice una pequeña cisterna.

¡Es asombrosa la rapidez con la que olvidamos y la facilidad con que nos perdemos en la abundancia!

(Traducido de: Cuviosul Paisie Aghioritul, Cuvinte duhovnicești. Volumul 2. Trezvie duhovnicească, traducere de Ieroschimonah Ștefan Nuțescu, ediția a doua, Editura Evanghelismos, București, 2011, pp. 284-285)