¿Por qué le tememos al maligno, si sabemos que Dios está con nosotros?
Este es el gran error que todos cometemos: temerle. ¡Pero si no tiene ningún poder!
Nosotros, los ortodoxos, no oprimimos el pedal del conocimiento más que el de la experiencia, esa formación nuestra en la humildad, para poder ser inscritos en lo Alto, en el Gran Libro. Así, aquel que se ha humillado, ha conquistado verdaderamente los Cielos, y puede llegar a Dios. Pero no se trata de una humildad racional, sino de una humildad “modesta”, vivida.
Alguien me preguntó: “Padre, ¿cómo librarnos del maligno?”. “¿Y qué haremos sin él?”, le respondí yo. Porque Dios le tiene permitido que nos tiente. Sí, a pesar de que podría haberle hecho mucho daño al Señor. Porque el maligno no vino aquí a bromear, a fingir cosas. ¿Por qué, si se le quitaron los cuernos, las fuerzas y hasta sus mismos caprichos, se le dejó, como dicen los Santos Padres, “la punta de la cola”? Porque es necesario que nos curtamos con sus ataques, para definirnos, para conocer de mejor manera las grandes verdades. Ciertamente, el maligno es un tolerado, no un poder. Este es el gran error que todos cometemos: temerle. ¡Pero si no tiene ningún poder! Pensemos que somos como los retoños de un tallo. ¿De dónde viene toda la savia, toda la fuerza, todo eso que nos hace reverdecer y dar frutos? El demonio no tiene ninguna vid. Ni siquiera es un tallo. Todo viene de Dios. “Sin Mí no podéis hacer nada”. Pero a los cristianos se nos olvida esto. Si pensáramos siempre en estas cosas, vivíriamos en un profundo estado de presencia, que es mucho más agradable que cualquier sacrificio.
(Traducido de: Arhimandritul Arsenie Papacioc, Cuvânt despre bucuria duhovnicească, Editura Eikon, Cluj-Napoca, 2003, pp. 47-48)