¿Por qué tenemos miedo de amar?
Entendamos el valor de la riqueza que poseemos, entendamos que nuestras raíces están donde no hay muerte, ni derrota, allí donde no hay oscuridad, alejamiento o discordia, donde todo es pleno, alcanzando la perfección, brillando por la gloria de la eternidad, la gloria de Dios. Si lo entendiéramos, viviríamos con vigor, con valentía, sin miedos y podríamos lograr amar sin temor.
El corazón debe ser educado a lo largo de nuestra vida.
No dejemos que se enfríe o se atrofie, no dejemos que el temor destruya la generosidad. “No temas, pequeño rebaño”, dice Cristo. “Yo vencí al mundo...” (Lucas 12, 32; Juan 16, 33). Nosotros pertenecemos al pueblo de los vencedores o, mejor dicho, de esos por los que Cristo vivió y murió, pareciendo que había sido derrotado, cuando en realidad consiguió una victoria eterna. Porque somos ya, y para siempre, ciudadanos del Cielo.
¡Si al menos tomáramos esto en serio, en el pleno uso de nuestra conciencia! ¡Sin tan sólo nos representáramos, no necesariamente en nuestra mente o en un rincón del alma, sino en todo nuestro ser, todo lo que ya sabemos sobre la eternidad, a partir de la palabra de Dios y de los Santos, de los escritos de los Santos Padres, de la voz misteriosa de Dios, que suena en nuestra alma, en nuestra consciencia y en el suave murmullo de la brisa vespertina, de la cual hablaba Isaías! Por medio de los Sagrados Sacramentos tomamos parte, ante todo, de esa eternidad de la que somos conscientes. Millones de personas darían su vida por conocer eso que ya sabemos, pero nos hemos acostumbrado tanto a ello, que hasta las cosas más preciosas nos parecen banales y las dejamos pasar.
Entendamos el valor de la riqueza que poseemos, entendamos que nuestras raíces están donde no hay muerte, ni derrota, allí donde no hay oscuridad, alejamiento o discordia, donde todo es pleno, alcanzando la perfección, brillando por la gloria de la eternidad, la gloria de Dios. Si lo entendiéramos, viviríamos con vigor, con valentía, sin miedos y podríamos amar sin temor, aunque este amor nos rompa el alma, aunque parezca destruirnos la vida... esta breve vida terrenal, en cuyo final amanece el albor de la vida eterna. Y es este amanecer lo que deberíamos tener siempre en mente.
(Traducido de: Mitropolit Antonie de Suroj, Viața, boala, moartea, traducere de Monahia Anastasia Igiroșanu, Editura Sfântul Siluan, Slatina–Nera, 2010, pp. 163-165)