Qué debe aprender tu hijo de ti
Ante todo, ayúdalo a conservar, en su corazón, la pureza propia de la infancia. Dios mismo nos ayuda en esta tarea. Él nos da puros a nuestros hijos y nos ofrece la ayuda de sus ángeles de la guarda. El deber de los padres es, entonces, custodiar y hacer que se desarrolle esa pureza sembrada por Dios en el alma de cada niño.
¿Cómo impedir el desarrollo de los impulsos sensuales en el niño?
En primer lugar, debes enseñarle a trabajar. Debes inspirarle el respeto por el trabajo honrado. Debe aprender y portar en su corazón las palabras del Santo Apóstol Pablo: “El que no trabaje, que no coma” (II Tesalonicenses 3, 10). Debes enseñarle que el trabajo jamás será algo vergonzoso y que verdaderamente despreciables son la indiferencia y la dejadez.
Ofrécele el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, Quien ayudó a Su Santísima Madre y a San José, carpintero, en los trabajos de cada día. Debes acostumbrar a tu hijo al trabajo físico, especialmente porque no está obligado a ganarse la existencia con el trabajo diario. Antiguamente, en las familias reales, todos sus miembros eran obligados a aprender algún oficio manual. Vemos también, en las Escrituras, que San Pablo, elegido por Dios como admirable predicador de la fe, no se avergonzaba trabajando como tejedor de tiendas, oficio aprendido desde su infancia.
Todo esto cuéntaselo a tu hijo y no le permitas que sea perezoso, porque el ocio es la puerta hacia muchísimos males. Acostúmbralo a alimentarse con cosas simples y establécele un horario de comidas. No le permitas comer muchos dulces, cuando así le venga la gana. Enséñale que debe comerse todo lo que se le ha servido y a agradecerle a Dios, antes y después de cada comida. ¡Ayúdalo a comprender que no vivimos para comer, sino que comemos para vivir!
No permitas que consuma bebidas alcohólicas. Lo más sano para él es el agua pura, la leche y los jugos de frutas. Es muy pernicioso que los padres acostumbren a sus hijos a gustar del vino u otras bebidas semejantes. Siembra en su corazón aquellas palabras del Señor: “Bienaventurados los puros de corazón” (Mateo 5, 8). Procura que lo mismo pueda decirse de tu propio hijo.
¿Cómo conseguirlo? Ante todo, ayúdalo a conservar, en su corazón, la pureza propia de la infancia. Dios mismo nos ayuda en esta tarea. Él nos da puros a nuestros hijos y nos ofrece la ayuda de sus ángeles de la guarda. El deber de los padres es, entonces, custodiar y hacer que se desarrolle esa pureza sembrada por Dios en el alma de cada niño. Desafortunadamente, la mayoría de las veces son los mismos padres quienes destruyen la flor de la pureza en sus hijos.
A estos padres se dirige el Señor, cuando dice: “El que hiciera caer a uno de estos pequeños que creen en Mí, mejor le sería que le amarraran al cuello una gran piedra de moler y que lo hundieran en lo más profundo del mar” (Mateo 18, 6). Es necesario que también los padres tengan un corazón limpio y puro. Es conocido el hecho que los vicios de los padres se transmiten a los hijos, sea por herencia, sea por medio del mal ejemplo. Así, las debilidades y defectos que caracterizan a los padres, más temprano que tarde aparecen también en los niños.
(Traducido de: Irineu, Episcop de Ecaterinburg și Irbițk, Mamă, ai grijă!, Editura Egumenița, Galați, pp. 49-51)