Palabras de espiritualidad

“¿Qué haría Jesús en mi lugar?”

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Convertirte significa entrar completamente en otra forma de vida, la de Cristo; es dejar que Cristo viva en ti. El Gran Ayuno nos recuerda que esto no se obtiene sino por medio de la oración más ferviente, el ayuno, la lucidez, la lucha en contra de las pasiones, y el Amor que se halla al centro de todas nuestras relaciones.

Queridos amigos,

Nuevamente nos hallamos al inicio del Gran Ayuno. Se trata de cuarenta días para hacer cuentas con el hombre viejo que todavía soy, y renacer como el hombre nuevo que duerme en mi interior. Cada Pascua es, en verdad, el motor de mi vida personal: muerte y resurrección, pasar de un plano de la conciencia a otro, hacia una dimensión completamente nueva. Este es el misterio de mi identidad profunda, ahí en donde Yo soy enraizado en Dios Mismo, el Ser, el Gran Yo soy. El Santo Apóstol Pablo nos recuerda: “... y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios” (Efesios 3, 19).

Así es como podemos entender cómo el Beato Agustín pudo escribir esta maravillosa frase: “Dios me es más íntimo que yo a mí mismo”. Así pues, ¡experimentar al hombre en la plenitud de su dimensión significa experimentar a Dios! El hombre no tiene ojos, ni oídos, él no vive sino de hoy para mañana en la superficie de su existencia, mientras no alcance un cierto nivel de ensimismamiento y silencio.

El cambio al cual nos invita el Gran Ayuno consiste en entender que he sido llamado a atravesar una distancia significativa al interior de mi ser. Un himno del cristianismo primario, de un dinamismo explosivo, dice: “¡Despiértate, tú que duermes, y Cristo te iluminará!”. Este paso, del estado de muerte al estado de vida, del infierno al Reino, define precisamente el camino de retorno, el camino del cambio. No se trata, en ningún caso, de un cambio moral, de un “mejoramiento” de sí mismo, sino de una transformación total del ser humano, cuerpo-alma-espíritu, de devenir en una nueva criatura.

Este llamado resuena en cada uno de nosotros, es algo que nos atrae a una vida completamente distinta. Es, para quien lo atiende, un deber espiritual personal, siempre idéntico a sí mismo. Es algo que acompaña a cada uno desde el nacimiento, es el problema de cada uno y su puesta en discusión. Los filósofos de la antigüedad lo llamaban “entelequia”; en lo que respecta al Evangelio, se trata de la cruz personal de cada persona, la escala por la cual crece en medio de las pruebas que le ofrece su ser, porque cada uno tiene las suyas.

Entender tu cruz significa presentir los datos de tu destino, descifrar su sentido. Es entenderte a ti mismo. Distinguir en ti mismo las promesas enterradas al inicio por el Creador. Y, cuando descubro esto, la transformación empieza a llamarme con fuerza. Repentinamente empiezo a entrever los defectos de un presente inconsistente y una ventana a otro mundo posible se abre bruscamente.

Este comienzo sugiere ponerme ante un retorno decisivo, un compromiso de todo mi ser. Penetro, poco a poco, en la comprensión del mal y del pecado que me hacen vivir como si Dios no existiera. El demonio es quien controla los hilos de la marioneta en la que me he convertido... Incluso en este punto me espera Dios, no como un gendarme o como un juez, sino como un Novio. Y me veo en una encrucijada, ante la cual debo tomar una decisión. ¡Nadie más puede elegir, sino yo! Esta decisión es una muerte real, reiniciada día tras día. Esta es la que realiza el estallido de la eternidad en el tiempo, porque en mi vida condicionada, mi decisión por Dios es un encuentro con él. Este es el Pacto, el compromiso o la boda mística que perviven en el centro de la Biblia. Cada segundo que pasa —porque es en medio de esta decisión— encierra en sí mismo la Presencia absoluta, por mínimo que sea nuestro descenso en el silencio interior.

Lo opuesto a esta actitud de cambio es el pecado. No hay sino un solo pecado, dice San Isaac el Sirio, “el de ser insensibles ante Cristo Resucitado”. En verdad, la alegría es el gran Fruto del Espíritu. La autenticidad de una vida transformada se mide según la medida de alegría que hay en ella. Sin esta alegría, todo es proyectado al exterior y no queda nada adentro. El hombre se convierte entonces en un poseído; no le obsesiona otra cosa que no sea él mismo, se vuelve su propio ídolo y pierde la dimensión vertical, la del Espíritu Santo. Para ser realmente feliz en toda circunstancia, de acuerdo a lo que Jesús sugiere en Sus Bienaventuranzas, debes hacerte humilde, es decir, poner a Dios como el eje de tu vida y sentir cda vez más Su inconmensurable amor.

En este sentido, la humildad es la fuerza más grande, porque suprime radicalmente todo espíritu de resentimiento y es la única que puede destruir el orgullo. Nos hallamos, aquí, ante la fuente de todo esfuerzo y acción sobre nuestro propio ser: la destrucción del orgullo, la humillación gracias a la alegría interior, que es el cimiento del ser humano restaurado. Convertirte significa entrar completamente en otra forma de vida, la de Cristo; es dejar que Cristo viva en ti. El Gran Ayuno nos recuerda que esto no se obtiene sino por medio de la oración más ferviente, el ayuno, la lucidez, la lucha en contra de las pasiones, y el Amor que se halla al centro de todas nuestras relaciones.

Cada momento debemos preguntarnos: “¿Qué haría Jesús en mi lugar?”. ¡Esta es la Regla de Oro!

Con todo mi amor, ¡hasta pronto!

(Padre Alphonse y Rachel, Carta 79, Gorze, marzo de 2011)