Quedarnos en casa, sí, pero con Dios
Si se nos pide que guardemos una distancia social, acerquémonos mucho más, espiritualmente, los unos a los otros, por medio de la oración y la solidaridad. Ya que se nos pide quedarnos en casa, abramos la recámara mística de nuestras almas y recibamos a Cristo, y no solamente a Él, sino también a nuestros semejantes.
La avalancha de noticias alarmantes y contradictorias sobre la nueva pandemia que enfrenta el mundo entero ha provocado entre muchos de nuestros fieles una verdadera “epidemia” de miedo, duda e hipocondría. En medio de todo ese cúmulo de información y angustiantes estadísticas, pareciera que hemos olvidado nuestra fe, las palabras de nuestro Señor, y toda la sabiduría que nos heredaron nuestros Santos Padres para situaciones tan consternantes. Recuerdo ahora unas palabras de San Basilio el Grande: “Si el capitán de una nave es puesto a prueba por la tormenta, el atleta en el estadio, el guerrero en la arena y el justo en la aflicción, el cristiano lo es en la tentación”. Cierto es que en los últimos setenta y cinco años, desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial, el mundo entero no había conocido una turbación tan grande, aunque en algunas partes hayan surgido conflictos militares, revueltas o pseudo-golpes de Estado, epidemias o catástrofes naturales. Y lo más difícil de entender es que, desde el cese de las persecuciones en contra de los cristianos, hace más de mil setecientos años, nadie se había atrevido a prohibir, aún de forma temporal, la celebración de los oficios litúrgicos, aunque la cristiandad haya conocido situaciones mucho más difíciles.
¿Por qué esta nueva epidemia se ha vuelto tan agresiva, capaz no solamente de llevarse muchas vidas, sino también de paralizar a toda la humanidad? Una posible respuesta es que el hombre moderno, cada vez más secularizado, apartando a Dios de su vida, lo ha reemplazado con un desmesurado amor propio, con la ciega confianza de que con los avances de la ciencia y la tecnología puede eludir las disposiciones de Dios para la creación. Todo esto lo lleva a decidir no sólo por sí mismo, sino también en nombre del Creador, incluso en el de toda la creación. ¡Qué engaño tan grande! ¡Qué imprudente considerarte el dueño del mundo, cuánta desfiguración de la realidad, hasta llegar a creer que puedes volar en el espacio exterior o pretender que puedes poblar un nuevo planeta, en tanto que tú, hombre, no eres capaz ni de conseguirte una simple mascarilla para cubrirte la nariz, o un frasco de gel desinfectante, tan necesarios en estos tiempos! ¡Qué error considerar la ciencia —por muy avanzada que esté— una religión que decreta nuevos preceptos con fuerza de ley! Se ha comprobado que en los países más secularizados el pánico es mayor, porque allí el hombre ha dejado de considerarse el soberano que Dios puso sobre la naturaleza, con el propósito de protegerla, sino que, ciego por el poder y la vanagloria, se proclama señor del universo entero.
Meditando sobre todas estas cosas, especialmente ahora, cuando muchos de nosotros se deja llevar por el pavor —especialmente después de decretarse el “estado de urgencia”—, qué bueno sería que declaráramos una “estado de lucidez espiritual”. En estos días, por todas partes escuchamos la consigna “quedarse en casa”. ¿Es suficiente con esto? Si no nos quedamos en casa, pero con Dios, con Su doctrina redentora, con el piadoso, humilde y abnegado amor de Su Hijo, con Sus santos, nos aislaremos por un tiempo, intentando evitar toda enfermedad física, pero la dolencia de nuestro interior seguirá creciendo. Démosle un sentido lo más profundo posible a esta pausa. Permanezcamos en casa, sí, pero invitemos al Señor a que entre, a que se quede con nosotros y en nosotros.
Si se nos pide que guardemos una distancia social, acerquémonos mucho más, espiritualmente, los unos a los otros, por medio de la oración y la solidaridad. Ya que se nos pide quedarnos en casa, abramos la recámara mística de nuestras almas y recibamos a Cristo, y no solamente a Él, sino también a nuestros semejantes. Si se nos pide higienizar lo mejor posible nuestro cuerpo y el espacio en donde estamos, que no se nos olvide purificar también nuestra alma con la misma dedicación y esmero. Sin embargo, el aislamiento no debe convertirnos en personas atrofiadas. Este es el momento de probar nuestra calidad de cristianos auténticos, dando, ayudando y colaborando, desde luego, respetando las disposiciones de las autoridades sanitarias y políticas, que también son de Dios (Romanos 13,1-2). Es nuestro deber orar por ellos también, diciendo, con San Basilio el Grande: “Corónalos con el arma de la verdad, con el arma de la buena voluntad, vela sobre sus cabezas... pon en sus corazones pensamientos buenos para Tu Iglesia y para todo Tu pueblo, para que en su tranquilidad todos vivamos sin tribulaciones”. Aunque nos cueste entender la decisión de vedar, aún de forma temporal, la celebración de los oficios litúrgicos, oremos por nuestras autoridades, con la esperanza de que entiendan lo importante que es la Iglesia para nuestro pueblo, y que reviertan pronto esa histórica decisión, que tiene profundas implicaciones en la historia de la espiritualidad rumana.
Más allá de todo esto, en todas las circunstancias de nuestra vida busquemos consuelo en las palabras de la Santa Escritura, y entenderemos que nada de lo que sucede es ajeno a la voluntad de Dios. He aquí lo que dice el Señor: “Cuando Yo cierre el cielo y no haya lluvia, cuando ordene a la langosta devorar la tierra, cuando envíe la peste sobre Mi pueblo, si este Mi pueblo, el pueblo que lleva Mi Nombre, se humilla, ora, busca Mi rostro y se convierte de sus malos caminos, Yo escucharé desde el Cielo, perdonaré sus pecados y restauraré su tierra” (II Crónicas 7, 13-14). Está en nosotros, entonces, el suscitar la misericordia de Dios, la cual, desde Su santo Cielo, vendrá amorosamente sobre Su pueblo y sanará a nuestro país no sólo de la enfermedad, sino también de la falta de fe, el temor y la desesperanza. ¡Por eso, pueblo de Dios, levantemos el corazón, nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor!