“Se acerca el día de mi partida...”
“No se empeñen tanto, hijos, que no se trata de quedarme (en este mundo). ¡Desde hace cuánto espero este momento! Solamente oren para que nada impida mi esperanza...”
“Se acerca el día de mi partida. Como dije antes, ya no soy bueno para nada, porque ya no puedo esforzarme”.
El recordado padre jamás olvidaba el propósito de su vida y en todo momento hallaba la forma de abnegarse y dar frutos espirituales, por distintos medios. Incapaz de moverse, en vez de tenderse en su lecho, se mantenía sentado en un improvisado sofá, lamentándose por la vacuidad de su vida. Y esperaba su partida de esta vida como el momento más feliz, repitiendo en voz baja los troparios dedicados a los difuntos, cuando su trabajosa respiración se lo permitía.
“Arsenio, ¿cuándo partimos? Se nota que no oras, por eso nos estamos demorando tanto...”, bromeaba.
Durante cuarenta días, los últimos de su vida, no quiso comer nada, solamente recibir la Comunión y, más tarde, probar algún trocito de sandía.
El stárets estaba tan atento a su partida, que en verdad parecía que se estaba preparando para irse de viaje, esperando solamente a que vinieran a traerle. Quienes le rodeábamos intentamos desesperadamente, con todos los medios a nuestro alcance, científicos y prácticos, aliviarle la disnea que tanto le atormentaba. Con todo, él nos decía: “No se empeñen tanto, hijos, que no se trata de quedarme (en este mundo). ¡Desde hace cuánto espero este momento! Solamente oren para que nada impida mi esperanza. Mientras viva, no es posible que el hombre no se preocupe de su propia partida.”
Todo el 14 de agosto lo pasó preparándose. Pensando en el día siguiente, el de la Dormición de la Virgen, ya no tenía paciencia. Esperaba algo. Al mismo tiempo, su estado de salud empeoró. Muchos de sus amigos laicos vinieron a visitarle. Cuando le desearon que su salud mejorara, él les respondió: “¡No!, ¡No!, ¡No! ¡Yo ya me voy! En tres días, cuando oigan las campanas, es que este amigo suyo habrá partido. Creo que (me iré) el día de la Dormición”.
Al día siguiente, el de la Dormición, vino a la Liturgia con mucho esfuerzo, para cantar: “Santo Dios...” y comulgó por última vez, diciendo: “Provisión para la vida eterna”. Se detuvo a observar largamente el ícono de nuestra Señora, que tanto amaba, como pidiéndole algo. Algo que seguramente ella conocía bien. Sus calladas lágrimas dieron testimonio de un deseo secreto de su alma, ante Aquella que tantas veces le había consolado, pidiéndole que pusiera toda su esperanza en Ella y en su abundante piedad.
¿Es que también a nosotros, quienes vivimos en este Jardín divino que es suyo, nuestra Dulcísima Señora no nos pide calladamente que confiemos en ella? ¿Es que su amparo, tan vivo y evidente en nuestra vida de cada día, no nos recuerda constantemente que su amor materno está siempre con nosotros?
Oh, Dulcísima Señora nuestra, verdadera áncora de nuestra esperanza, ¿en quién podríamos confiar, nosotros, humildes siervos tuyos, en estos días adversos, en los que todo parece estar al revés, sino en tu inmutable socorro y en tu preeminencia de Madre ante tu Hijo?
(Traducido de: Monahul Iosif Vatopedinul, Cuviosul Iosif Isihastul, Editura Evanghelismos, București, 2009, p. 141)