Ser receptivos al Espíritu Santo
Cuando le abrimos nuestros corazones a Dios, nos abruma la convicción de que Él es realmente nuestro Padre. Y entonces el alma lo adora en el amor.
Bajo la forma de circunstancias adversas, como enfermedades o la muerte de algún ser querido, las desgracias muchas veces impulsan a las personas a orar. Pero, cuando la situación mejora, ese brío empieza a mermar y la oración misma parece perder sentido.
Sin embargo, hay una forma distinta de oración, la “oración de la mente”, conocida desde siempre, muy provechosa cuando ningún bienestar exterior logra sanar los sufrimientos del alma que se ve errante en su búsqueda del Eterno. Es entonces cuando la oración deviene en el estado normal del alma y la Gracia del Espíritu Santo viene a ella en cualquier momento, de una forma casi imperceptible, haciéndole experimentar algo de lo que hay en la eternidad. Las condiciones esenciales para esto son la templanza y la devoción. (...)
El Espíritu Santo viene cuando somos receptivos. Él no coacciona a nadie. Se acerca con tanta delicadeza, que casi ni nos damos cuenta de que está ahí. Si conociéramos al Espíritu Santo, nos examinaríamos a nosotros mismos a la luz de las enseñanzas del Evanglio, para detectar cualquier otra presencia que pueda impedirle entrar en nuestras almas. No necesitamos esperar que Dios nos fuerce sin nuestro consentimiento. Dios respeta y no obliga al hombre. La forma en que Dios se humilla ante nosotros es simplemente asombrosa. Él nos ama con un amor afectuoso, no desde lo alto ni de forma condescendiente. Así, cuando le abrimos nuestros corazones, nos abruma la convicción de que Él es realmente nuestro Padre. Y entonces el alma lo adora en el amor.
(Traducido de: Arhimandritul Sofronie, Rugăciunea – experiența vieții veșnice, Editura Deisis, Sibiu, 2001, pp. 54-55; p. 57)