¡Si al menos todos cuidáramos nuestra conciencia!
El pecado no es otra cosa que entristecer a Dios. Y ese miedo a entristecerlo es justamente la manifestación del amor que sentimos por Él.
Es importante saber que todos tenemos un “órgano” especialmente frágil, llamado “conciencia”. Este “órgano” es más delicado que los finos y minúsculos relojes femeninos, que se desajustan incluso con un insignificante movimiento brusco. Lo mismo pasa con la conciencia. La más pequeña falta se refleja en ella como en un espejo. La conciencia es la voz del Espíritu Santo.
La más mínima coerción ejercida sobre nuestra voluntad, sobre nuestra conciencia, es ya un pecado mortal. Porque, cuando no renunciamos a pecar, con toda la fuerza de nuestro libre albedrío, con toda la oposición de una voz que brota de nuestro interior, que es la de nuestra conciencia protestando —y esto lo sabemos bien, porque sucede muy a menudo—, forzamos nuestro ser a que peque, lo obligamos a obrar mal.
¡Qué maravillosa sería nuestra vida, si los hombres se esmeraran en cuidar su propia conciencia! No serían ya necesarios los policías, ni los tribunales, ni las prisiones, absolutamente nada de eso. Los hombres se protegerían mutuamente, porque le temerían al pecado. Y el pecado no es otra cosa que entristecer a Dios. Y ese miedo a entristecerlo es justamente la manifestación del amor que sentimos por Él.
(Traducido de: O viață de jertfă – Mărturisirile Cuviosului stareț Samson Esper, traducere de Severin Alexandru, Editura Egumenița, Galați, 2010, p. 67)