Sobre la aceptación de la voluntad de Dios como requisito para salvarnos
El principio de la salvación radica en que el hombre aparte sus propios anhelos y juicios, para cumplir con los anhelos y juicios de Dios.
San Pedro Damasceno, en su primer libro de la Filocalia, categoriza a todos los hombres de todos los tiempos, en toda la diversidad de edades, constituciones, vocaciones y estados materiales, y llega al punto de preguntarse —soslayando las diferencias, que a veces podrían llegar al antagonismo—, quiénes podrán salvarse y quiénes se perderán. Dice: «Pensando en estas cosas, mi alma sufría y, en mis cavilaciones, me atormentaba preguntarme: “¿Por qué sucede esto? ¿Cuál es el principio de nuestra salvación o nuestra perdición?”».
Y, en verdad, este cuestionamiento le causó una gran confusión al santo, buscando una respuesta que fuera justa, hasta que encontró la respuesta en los Santos Padres: el principio de cada bien y de cada mal está en la mente que se le concedió al hombre, y, después de la mente, en la voluntad. El principio de la salvación radica en que el hombre aparte sus propios anhelos y juicios, para cumplir con los anhelos y juicios de Dios; ante la Ley, en la Ley y bajo la Gracia se hallan muchos que se han salvado, por haber amado la sabiduría y la voluntad de Dios, mucho más que a su propio entendimiento y voluntad. Y es cierto que, en todos los tiempos, hay muchos que se han hecho merecedores del castigo eterno, justamente por darle prioridad a sus deseos y voluntad, en vez de someterse a los de Dios.
En los casos particulares, la voluntad de Dios puede ser conocida solamente por medio del juicio, pero no nuestro propio juicio, sino fortaleciéndonos con el consejo de aquellos que son experimentados y tienen el don del discernimiento. Solamente de esta manera podemos saber qué clase de acciones espera Dios de nosotros. De lo contrario, no habrá manera de que nos salvemos. Sin esto, ni siquiera lo que nos parece bueno nos será útil, sea porque no lo habremos hecho en el momento adecuado, o porque no nos es para nada necesario.
(Traducido de: Sfântul Teofan Zăvorâtul, Viața lăuntrică, Editura Sophia, București, 2000, pp. 45-46