Todo lo que nos da la invocación constante del Nombre de Jesús
Cuando, por medio de esta oración, la presencia divina se hace tan intensa que la mente es atraída a la contemplación, todo lo que experimentamos nos inspira palabras semejantes a las de la Sagrada Escritura.
Solo quienes se acercan al fuego celestial, con temor y también con estremecimiento, llegan a conocer los más espléndidos dones de Dios. Estamos hablando de aquellos que cultivan en sus corazones una opinión muy modesta de sí mismos, quienes mantienen una conciencia limpia, no solo ante Dios, sino también ante sus semejantes, ante los animales —incluso ante las cosas materiales producidas por el trabajo humano—, cuidando de toda la creación.
La oración elevada con humildad une al corazón con la mente, y hasta el cuerpo siente el calor y la energía santificada que brotan del Nombre de Jesús. Con el paso del tiempo —cuya duración varía en cada uno de nosotros—, la oración puede llegar a convertirse en un estado permanente, acompañándonos en todo lo que hacemos. La oración, entonces, viene a estar con nosotros sin cesar, tanto cuando hablamos como cuando guardamos silencio. No nos abandona ni siquiera al trabajar. De hecho, hay quienes sienten que oran hasta cuando duermen. Cuando, por medio de esta oración, la presencia divina se hace tan intensa que la mente es atraída a la contemplación, todo lo que experimentamos nos inspira palabras semejantes a las de la Sagrada Escritura. Cuando esto ocurre, nuestro espíritu es capaz de entonar himnos como los de los antiguos profetas, de componer nuevos cánticos de alabanza.
(Traducido de: Arhimandritul Sofronie, Rugăciunea – experienţa vieţii veşnice, Editura Deisis, Sibiu, 2001, p. 149)