Tu propia resurrección
Sin el don de los sacerdotes, el del perdón de los pecados, nadie podría salvarse.
Sin el don de los milagros nos podemos salvar, pero sin el don de los sacerdotes, el del perdón de los pecados, nadie podría salvarse. Lo que no ha desatado el sacerdote aquí en la tierra, así se queda, atado también en los Cielos. El problema es que el sacerdote no tiene cómo desatarte, si no te acercas a confesarle tus pecados. De igual forma, él no tiene cómo absolverte —digamos, a la fuerza— si tú mismo no te esfuerzas en librarte de todas tus maldades.
El perdón de los pecados significa también dejar de cometerlos. El perdón de los pecados no consiste en confesarte y volver a pecar, para luego ir a confesarte otra vez y después caer nuevamente. El cristianismo es también cosa de reformar tu voluntad. El sacerdote necesita de nuestra buena disposición para transformarla en voluntad, en fuerza de carácter, en rubor.
Las personas buscan quién les haga milagros, así se trate de hechiceros. Pero el milagro más grande es la resurrección de tu propia vida en su fundamento, Jesucristo. El milagro más grande es la conversión, la renovación de tu vida. Y esto es algo que está al alcance de todos. Por eso, a los sacerdotes se nos ordenó: “¡Resucitad a los muertos!”. Jesús anhela tu resurrección. ¿Y en qué consiste esta? No hay nadie mejor para decírtelo, que esos que han resucitado de entre los muertos, como si se tratara de un sueño...
(Traducido de: Părintele Arsenie Boca, Omul zidire de mare preț, Editura Credința strămoșească, p. 83)