Un corazón contrito es un corazón libre de pensamientos
Separado de los bienes materiales, el hombre se hace capaz de cumplir con el más importante de los mandatos evangélicos, el de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, y al prójimo como a sí mismo.
Ahí en donde está el Nombre del Señor, ahí está Él presente. Este Nombre, para los cristianos, es inseparable de la Persona de Cristo. El misterio que hace eficaz y fructífera la ‟Oración de Jesús” es la lucidez espiritual y la humildad. Cuando es pronunciada en semejante estado, la oración atrae el poder del Espíritu Santo. En la práctica de esta oración, dos partes deben ser unidas y armonizadas. Una de estas partes es más bien pequeña, en tanto que la otra es más grande. La parte pequeña es el esfuerzo del hombre en preparar su corazón para poder recibir la parte grande, que es la Gracia del Espíritu Santo, sin la cual el hombre no puede hacer nada. Dios nos otorga Su Gracia en la misma medida de nuestra gratitud hacia Él. Dicho de otra manera, no tenemos sino aquello que reconocemos que proviene de Él.
La “Oración de Jesús” es la oración de un solo pensamiento. Su misma simplicidad es lo que la hace exigente. Encerrando el espíritu en las palabras de la oración o en la parte superior del corazón, evitamos la influencia de la imaginación —que nos distrae— y aferrarnos a la realidad pasajera de este mundo. Forzamos a nuestro corazón y a nuestro espíritu a que vivan solamente dirigidos a Dios, acompañados de una profunda contrición. Este esfuerzo ascético tiene como propósito sensibilizar nuestro corazón, además de llenarlo de humildad y de dolor espiritual. Este dolor, a su vez, atrae la mente y la hace descender al corazón. La mente y el corazón se unen, así, y son restaurados por la Gracia. De este modo, el corazón se convierte, auténticamente, en el centro de nuestro ser. Dios no desprecia a un corazón contrito. Y un corazón contrito es un corazón libre de pensamientos.
Con su esfuerzo y con la Gracia, por medio de la sinergia entre su voluntad y la Gracia de Dios, el hombre es sanado y restaurado a su integridad primigenia. Con este proceso de sanación, que pasa por unir el espíritu y el corazón, el hombre vuelve a un estado “normal”, natural, que es el mismo de Adán en el Paraíso, el estado del hombre antes de la caída. Separado de los bienes materiales, el hombre se hace capaz de cumplir con el más importante de los mandatos evangélicos, el de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, y al prójimo como a sí mismo.
Traducido de: Zaharia Zaharou, en la revista Itinéraires: Recherches chrétiennes d'ouverture (Le Mont-sur-Lausanne, Suisse), Nr. 23, 1998.