Un ilustrativo relato sobre el Juicio de Dios
Nuestro Buen Dios, Quien desea la salvación de todos, esperaba también la de aquellos hombres. Sin embargo, cuando vio que no podían renunciar a sus desmanes, sino que seguían acumulando más maldades y más fuego sobre sus cabezas, decidió que era el momento de ponerles un hasta aquí...
Hace mucho tiempo hubo un marinero llamado Teognosto, que era propietario de una extensa flota de botes de gran calado y tenía un vasto número de marineros trabajando a sus órdenes. Viajaba, hacía negocios, llevaba pasajeros... hacía todo lo que cualquier navegante con grandes recursos. Sin embargo, él y sus hombres también cometían crueles tropelías, cosas que no le agradaban a Dios. Por ejemplo, si alguna vez tenían un pasajero adinerado, no dudaban en sustraerle sus bienes y después arrojarle al mar con alevosía. En otras palabras, eran una banda de desalmados. Sólo uno de ellos, cada vez que cometía una de esas vilezas, se retiraba un poco y se arrepentía por un tiempo ante Dios. Pero, vencido por aquella miserable costumbre, cuando sus camaradas se repartían las ganancias de sus crímenes, también él aceptaba su parte.
Nuestro Buen Dios, Quien desea la salvación de todos, esperaba también la de aquellos hombres. Sin embargo, cuando vio que no podían renunciar a sus desmanes, sino que seguían acumulando más maldades y más fuego sobre sus cabezas, decidió que era el momento de ponerles un hasta aquí. Y esto, precisamente debido al inmenso amor que siente por nosotros, para que aquellas pobres almas no siguieran incrementando el castigo que habrían de recibir, viviendo y cometiendo crímenes. Veamos qué fue lo que pasó.
Un día, se detuvieron en el puerto de Serifos. Vendieron todas las mercancías que llevaban en el barco, recibiendo a cambio un pago considerable, y volvieron a embarcarse para regresar a casa. Luego de unas horas de viaje, atracaron en el puerto de su localidad de origen. Como es la costumbre entre los navegantes, lo primero que hicieron a llegar fue reparar los pequeños daños que había sufrido la nave en este último viaje. Así, entre plática y plática, decidieron partir nuevamente, esta vez con destino a Constantinopla. Sin embargo, uno de ellos se excusó, argumentando que no podía acompañarlos porque su esposa había dado a luz tres meses antes y ya era el momento de bautizar al bebé. Ante la insistencia de sus colegas, este marinero decidió contratar un sustituto, para que ocupara su lugar en la expedición que se estaba organizando. Como muchos se habrán imaginado, el marinero que se quedó para bautizar a su hijo, era precisamente aquel que se llenaba de remordimiento después de cada fechoría.
Así, con la embarcación reparada y abastecida, el grupo de navegantes partió nuevamente. Pero, cuando recién habían entrado en alta mar, de la nada se formó una gran tormenta. A pesar del susto, los marineros decidieron continuar con su plan de viaje. No obstante, entre el fragor de la tempestad, como golpeada por un implacable bastón, la nave terminó haciéndose pedazos y hundiéndose en la inmensidad del mar, arrastrando consigo a toda la tripulación.
Lo más terrible de todo es que aquel marinero que se había quedado en tierra para bautizar a su hijo, cayó muerto en el preciso instante en que sus camaradas morían en medio de la tormenta. El sustituto que este había contratado, milagrosamente pudo salvar la vida, aferrándose a un trozo de madera del barco. Dejándose llevar por las olas, finalmente pudo alcanzar la orilla, para después relatar la tragedia acontecida.
¿Qué se puede extraer de este relato? ¿Cómo fue que todos murieron al mismo tiempo? Es evidente que fueron castigados por Dios, por causa de sus incontables pecados. Tal como todos, juntos, habían obrado el mal, del mismo modo sufrieron la misma muerte. En lo que respecta al que decidió quedarse en casa, es justo reconocer que algunas veces se había arrepentido de sus faltas, aún por un breve tiempo. Por eso fue que Dios le permitió entregar el alma en tierra firme, en casa y entre los suyos. El Justo Juicio de Dios no quiso que muriera ahogado con sus colegas, sino que le concedió un final más benévolo. ¿Qué decir del último de los marineros, el que fue contratado a última hora? Sabiendo que no tenía nada que ver con las fechorías mencionadas, Dios le permitió salvarse y le envió aquel trozo de mástil.
(Traducido de: Un episcop ascet, Viața și învâțâturile Sfântului Ierarh Nifon, Ed. Mănăstirea Sihăstria, 2010, p. 130)