Palabras de espiritualidad

Un relato más de San Cosme de Etolia: el sacerdote virtuoso

  • Foto: Doxologia

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Quienes tengan hijos, no pongan toda su esperanza en ellos, pensando que serán ellos quienes cuiden de su alma. Lo que haga el hombre mismo, eso es lo que encontrará en la vida futura.

Hubo una vez un hombre muy rico, quien, a pesar de saberse dueño de una inmensa fortuna, nunca quiso acercarse a la iglesia ni practicar la caridad. Aquel hombre tenía un hijo de unos diez años. Un día, el hombre cayó gravemente enfermo. Cuando le aconsejaron que se confesara y que hiciera algo por su alma, respondió:

—Lo único que me importa es es que mi hijo esté bien. Él sabrá qué hacer por mi alma.

El pobre hombre estaba como ciego por la influencia que el maligno ejercía sobre él.

En el mismo poblado vivía un sacerdote muy respetado y virtuoso. Cuando se enteró de lo que sucedía con el opulento, el sacerdote se rasuró la barba, se vistió como un campesino y se dirigió a la casa del primero. Llamó a la puerta. Un sirviente le abrió y le preguntó qué era lo que deseaba. El sacerdote le respondió que era un forastero, que estaba de paso por el lugar, y que, habiéndose enterado de que el dueño de la casa estaba enfermo, había venido a ayudarlo, porque era médico. Inmediatamente le abrieron la puerta. Los parientes que estaban presentes lo condujeron a toda prisa a la habitación del paciente:

—¿Cómo se siente?, le preguntó el sacerdote

—Muy mal, señor mío.

El “médico” respondió:

—¿Qué le dijeron los demás doctores?

El enfermo respondió:

—Que no me queda mucho tiempo de vida…

El “médico-sacerdote” le tomó la mano y le dijo:

—Lo mismo pienso yo. Pero, si encontramos un medicamento que solo yo conozco, le aseguro que no morirá.

El enfermo se incorporó un poco, y preguntó:

—¿De qué medicamento me habla, doctor?

Agitando la cabeza, como quien no sabe cómo responder, el sacerdote le preguntó:

—¿Tiene hijos?

El hombre le respondió que tenia solamente uno. Entonces, el sacerdote le dijo:

—No se aflija, que ya he encontrado el medicamento para su mal. Le prometo que no morirá.

Pidió que le trajeran un vaso con agua y un poco de harina. Cuando los tuvo en sus manos, se apartó a una mesa que había en un rincón y fingió mezclar ambos ingredientes con algún compuesto secreto de un pequeño recipiente que llevaba en el bolsillo, y dijo:

—El remedio está listo. Solamente necesito que venga su hijo para poder pincharle el dedo meñique con una aguja, de manera que le salgan tres gotas de sangre. Después de mezclarlas con el resto del medicamento, usted lo beberá y quedará sano como antes.

La madre del niño corrió a llamarlo. Este se encontraba jugando en el jardín con algunos amigos.

—¡Ven, hijo! ¡Un médico está por lograr que tu padre sane!

 Al principio, el niño se negó a entrar a la casa. Después de muchas súplicas, su madre logró que viniera a regañadientes. Al verlo, el sacerdote le dijo:

—Ven, pequeño, necesito pincharte el dedo meñique. Para que el medicamento que habrá de devolverle la salud a tu padre funcione, hacen falta tres gotas de tu sangre.

El niño respondió:

—¿Qué? ¿Usted cree que estoy loco para dejar que me lastimen el dedo?

El sacerdote dijo:

—De ti depende, hijito, que tu padre viva o muera. ¿No ves cuántas riquezas ha reunido pensando en ti?

El niño dijo:

—¡A mí no me importa si vive o muere! ¡Lo que quiero es que no me lastimen la mano!

Y, dando media vuelta, se fue.

El sacerdote se dirigió al enfermo, y le dijo:

—Soy el párroco de la ciudad. Lo que acabo de hacer es para demostrarte que no debes esperar a que tu hijo haga algo por tu alma.

Conmocionado, el enfermo pidió que le ayudaran a sentarse, y dijo:

—¡Cuánto he trabajado para dejarle todas estas riquezas a mi hijo, y él no es capaz ni de dar tres gotas de sangre para que yo pueda vivir!

Entonces, pidió que le trajeran el testamento que había redactado días antes, y lo rompió en pedazos.  Después, ordenó que repartieran toda su fortuna entre los más necesitados. A su hijo no le dejó nada. Después de confesarse y comulgar, murió en paz y ahora goza de la eternidad del Paraíso.

Por eso, quienes tengan hijos, no pongan toda su esperanza en ellos, pensando que serán ellos quienes cuiden de su alma. Lo que haga el hombre mismo, eso es lo que encontrará en la vida futura.

(Traducido de: Constantin V. TriandafilluSfântul Cosma Etolianul – Viața și învățăturile, traducere de Ieroschim. Ștefan Nuțescu, Editura Evanghelismos, București, 2010, pp. 181-183)