Palabras de espiritualidad

Una exhortación a ser sinceros con Dios

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Translation and adaptation:

Seamos sinceros, porque Dios conoce nuestro verdadero estado —esto es lo más importante— aunque nosotros no se lo digamos. No le mintamos a Dios.

¿Cuál es el límite entre el coraje y la imprudencia?

Yo creo que estos dos aspectos no interfieren el uno con el otro, porque parten de puntos distintos, crecen de tallos diferentes. El coraje es bueno. Cristo dice: “Atrévanse”. El coraje es un buen fervor. ¿Qué decir de la imprudencia? Cuando ya no tenemos temor de Dios, cuando, después de enfrentarlo con una pregunta, no nos asustamos y no caemos al suelo llenos de lágrimas y, en general, dejamos de llorar por nuestros pecados y no nos duele ser pecadores, no tenemos más derecho a presentarnos con osadía ante Dios, aunque nos lamentemos, porque el buen arrojo proviene solamente de la humildad. Estemos atentos para no aceptar en nuestra mente la idea de que somos más privilegiados que otros, que podemos “abalanzarnos” sobre Dios. Y la única forma de acometer a Dios es cuando nos consideramos más pecadores que otros y, sintiéndonos tan faltos de esperanza e incapaces de hallar la salida, gritamos: “¡Señor, si no me recibes ni siquiera en este instante, moriré!”. Así es. Esto lo encontramos en los Santos. Es muy sencillo.

En cierta ocasión, una persona que estaba poseída vino a buscar a San Pablo el Simple para que le ayudara a echar al demonio que le atormentaba. Entonces, el santo se subió a una enorme roca y exclamó: “¡Señor, no me bajaré de esta roca hasta que no expulses al demonio que está en este hombre!”. Por supuesto, nosotros no tenemos esa simplicidad, pero debemos tender a ella. Seamos sinceros, porque Dios conoce nuestro verdadero estado —esto es lo más importante— aunque nosotros no se lo digamos. No le mintamos a Dios: “Señor, yo soy humilde, no me atrevo a decir algo así...”, pero después: “¿Por qué nos dejó un mandamiento tan severo? Por un lado, nos hizo bellos, y nos ordenó crecer y multiplicarnos, y después... ¿la virginidad?”.

¡Manifestémosle a Dios lo que no entendemos, y Él nos lo explicará! ¿Cómo dice en Isaías y en los Salmos? “No necesito nada, ni sacrificios, ni cualquier otra cosa; presenta tus debilidades ante Mí e invócame en el día de la angustia, te libraré y tú me darás gloria”. ¡Te libraré! ¿Y cuáles son nuestras angustias? No que hayan explotado las torres de los Estados Unidos, ni que haya problemas con alguna ley o con la bolsa de valores. Nuestras aflicciones son el ataque de las pasiones, pero aún más grave es la tribulación de la incedulidad, cuando dejamos de entender a Dios.

¿Recordamos la oración: “Creo, Señor, pero ayúdame en mi falta de fe”? ¿O podemos confesar que “no creemos, Señor, en Ti, no te entendemos... hemos entendido solamente un poco, pero no completamente, por eso nos parece que está fuera de lugar?. Yo se los digo lo más simple posible, y así se lo podemos decir al Sñor, porque Él conoce lo que hay en nuestro corazón. Él dice que conoce el corazón y nuestras entrañas, nuestros ojos: Él nos creó. Entonces, ¿por qué habríamos de presentarnos con dobleces ante Él? Así es como debemos tener coraje ante Dios. Y después dice que le alabaremos. Digamos: “Gloria a Ti, Señor, porque me has librado de mi pasión, de esos pensamientos que tenía sobre Ti, de esas ideas blasfemas”. Reconozcamos los pensamientos blasfemos. Reconozcamos los pensamientos blasfemos hacia la Madre del Señor, hacia Dios y hacia los santos.

A cada uno le digo: cuando sientas que viene un pensamiento blasfemo contra la Madre del Señor, dirígete a su ícono, sin rubor, y dile: “Madre del Señor, ¿qué pasa con estos pensamientos que me atacan? ¡Yo te amo, pero mira lo que me viene a la mente!”. Y ella dirá. “Deja, que ambos sabemos cómo son las cosas en verdad”. Llora y confiésate. En lo que respecta a los santos, cuando sientas que te viene un pensamiento de esos, como: “Este santo, Constantino, me parece que no es tan santo... Seguramente lo canonizaron por cuestiones políticas”, háblale así: “San Constantino, ¿es correcto lo que pienso?”. Y sentirás cómo son en verdad las cosas. O sobre San Esteban el Grande: “A ver, si tuvo tantas esposas, ¿cómo es que lo hicieron santo? ¡Si así es el asunto, también yo quiero ser santo!”. Dirígete a él y pregúntale. No, no es blasfemia. Intenta hacer lo mismo que los niños, y sentirás en tu corazón a San Esteban el Grande. Y, créeme, es santo. Yo mismo tuve pensamientos de esa clase sobre él, pero se me reveló que él es como David. Pregúntaselo. Preguntémoselo. Y esto no lo dice el padre Savatie, en estos años posteriores a la Revolución (rumana, de 1989). Esto aparece en todos los Santos Padres.

(Traducido de: Ieromonah Savatie Baștovoi, Despre curaj și libertate în Ortodoxie (două conferințe) și alte întrebări fără rânduială, Editura Sophia, București, 2002)