Palabras de espiritualidad

¿Vale la pena lamentarnos tanto?

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Translation and adaptation:

Cuando Dios nos envía los sufrimientos para hacernos más juiciosos, para atraernos hacia Él y alejarnos del demonio, éste nos enseña a lamentarnos contra Dios y, así, en medio del sufrimiento, nos sujeta a su poder.

Tenemos un enemigo terrible, que busca destruir todo lo que es bueno y trocarlo en mal. Se trata del demonio. Éste le mintió a Adán en el Paraíso, ofreciéndole ser como Dios si gustaba del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Adán le obedeció y conoció el mal, perdió el bien y no se hizo dios, sino que cayó aún más bajo que las bestias, en algunos aspectos.

Así fue como el demonio le inspiró la desobediencia a Dios —Quien le diera el mandamiento de no comer de ese árbol—, llevándo a la perdición. Y ahora, cuando Dios nos envía nuevamente el sufrimiento para nuestro beneficio, el demonio busca la forma de arruinar ese bien, para que no obtengamos ningún provecho de aquel dolor, sino solamente perjuicio para nuestra alma.

Pero ¿cómo busca hacerlo? Astutas y sutiles son las redes del maligno. Cuando Dios nos envía los sufrimientos para hacernos más juiciosos, para atraernos hacia Él y alejarnos del demonio, éste nos enseña a lamentarnos contra Dios y, así, en medio del sufrimiento, nos sujeta a su poder.

De esta manera, el astuto alcanza un doble y siniestro objetivo: hacernos enfrentar el sufrimiento en esta vida, porque no tenemos la capacidad de apartarlo, y empujarnos a padecerlo también en la vida futura, en medio de los tormentos del infierno, por haber protestado y porque, quejándonos, habremos perdido los frutos del dolor.

Esa actitud de lamentación es como la primera escarcha de otoño que, cuando cae, destruye todo el trabajo de los hortelanos. Pocos entienden lo terrible que es para el alma el quejarnos constantemente. Casi todos creen que se trata de un pecado menor. De hecho, puede que parezca un pecado insignificante, pero tiene muchas y tristes consecuencias.

En el otoño, antes de que aparezca la escarcha, los agricultores experimentados, observando cómo tiende a enfriarse el aire, llaman a los más jóvenes para que los ayuden a recolectar los pimientos y los tomates. Pero ocurre que los jóvenes no suelen tomarlo en serio: “¿Para qué cortarlos ahora? ¡El tiempo aún parece muy agradable!”. La mañana siguiente, no obstante, observan abatidos que la primera escarcha ha arruinado los cultivos. Toman un pimiento, lo gustan... pero se ha vuelto amargo como el veneno. Un poco de negligencia ha llevado a que se pierdan los frutos de tanto trabajo...

De la misma forma, las quejas asuelan las virtudes del alma y vuelven amargos los frutos gratíficos del sufrimiento. Incentivada por el maligno, esa actitud puede llegar a la ingratitud e incluso a la blasfemia en contra de Dios. ¿Acaso no conocemos esos casos en los cuales alguna persona, después de haber soportado con paciencia la cruz de la enfermedad, incitada por el demonio empieza de la nada a lamentarse, a protestar, e incluso a insultar a Dios? Hay que compadecerles, porque bien sabemos que protestando no aligeran el peso de su dolor, sino que, al contrario, lo vuelven peor, y en la vida eterna tendrán que enfrentar los tormentos por haber ofendido a su Creador, si no se arrepienten de su grave pecado.

El demonio les ha atrapado en sus redes y les mantendrá fuertemente sujetas, si no luchan por librarse de sus garras.

(Traducido de: Arhimandritul Serafim Alexiev, Viața duhovnicească a creștinului ortodox, Editura Predania, 2006, p. 257)