“Yo he vivido esto. Sé que existe”
Si sostenemos el hecho de que en la base de la fe está la experiencia, entonces, ¿cómo diferenciarlas?
Esta es, por ejemplo, la experiencia de algún gran pintor, de algún gran músico, quienes, en última instancia, se expresan por medio de su obra de arte o su pieza musical. La experiencia de donde surgen tales creaciones nos es inaccesible, pero de alguna forma llega hasta nosotros. Quiero detenerme en este aspecto, para intentar mostrar el modo en el que el encuentro con la fe puede ocurrir por intermedio de otra persona, un individuo con quien nos hemos encontrado en algún monento, hablándonos o dejándonos un testimonio escrito.
¿En dónde termina la experiencia y en dónde empieza la fe?
Si sostenemos el hecho de que en la base de la fe está la experiencia, entonces, ¿cómo diferenciarlas? En las obras de San Macario el Grande —padre de la Iglesia de la antigüedad, quien viviera en el siglo IV en el desierto de Egipto—, encontramos un fragmento en el que se intenta situar precisamente este momento, cuando la experiencia se transforma en fe. Aquí se habla de una muy profunda y emocionante experiencia de acercamiento a Dios al orar, conocida o vivida por él y por quienes le acompañaban. Así, se nos relata que, en el momento de la oración más profunda, el hombre se desprende con su conciencia de todo lo que es terrenal, incluso de sí mismo, y experimenta solamente un fervoroso temor, amor, devoción, alegría... En otras palabras, el triunfo del encuentro con Dios, Quien atraviesa la conciecia entera, todas las vivencias y todo el cuerpo, sin dejarle al hombre la posibilidad de verse a sí mismo, ni de analizar qué es lo que le ocurre. Durante esta experiencia, el hombre no sabe, desde luego, qué es lo que le pasa. Y no sólo una experiencia religiosa se desarrolla de esta forma; hay momentos en la vida cuando lo que ocurre nos abruma tanto, nos impresiona tanto, que no nos permite —en ningún momento— entender lo que pasa con nosotros, ni acordarnos de nosotros mismos. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, con los accidentes de tránsito, o cuando recibimos alguna noticia feliz —que estremece lo más profundo de neustro ser—, o cuando viene el dolor y nos atraviesa el corazón.
Volvamos a la experiencia de San Macario: él dice que, mientras nos hallemos en los límites de esta experiencia, no podremos realizar nada afuera de Dios. Sin embargo, en un momento dado, Dios parece alejarse, y el hombre se siente como si fuera una balsa (una imagen muy bella, a mi parecer), que el mar ha llevado hasta la orilla, para después retraerse. Hace sólo un instante la balsa era mecida suavemente por las aguas, pero ahora reposa en la arena. Este es el momento en el que el hombre deja de ser llevado por la experiencia, aunque el estremecimiento y el ardor de la experiencia aún persista; cuando el hombre está absolutmente convencido de la realidad de su experiencia, aunque en ese momento no la viva más. He aquí el momento en el que la experiencia se transforma en fe, en certeza. Y el hombre tiene el derecho, continuando con su vida, de afirmar: “Yo he vivido esto. Sé que existe”. Puede tratarse de una experiencia religiosa, de un susto, de una alegría, de un dolor: todo eso ha ocurrido en realidad, luego se han alejado, aunque la certeza de que ello existe no se le puede quitar al hombre.
Aquí es donde captamos el paso de la experiencia a la fe; y de semejante fe se puede hablar con seguridad absoluta, con toda convicción, porque hablamos de algo que sabemos que existe, algo que hemos conocido hasta la médula de nuestros huesos, hasta la compunción de nuestro corazón..
”Este hombre conoce en verdad”
Nosotros, sin embargo, le pertenecemos a la comunidad, a la humanidad; a nuestro alrededor hay más hombres, pero nosotros no agotamos ninguna experiencia humana, incluso religiosa. Tenemos muchas cosas en común con otros, sin embargo, cada uno vive sus experiencias de forma distinta. Hay quien recibe más, hay quien menos. Pero, debido a la comunicación que hay entre nosotros, debido a que formamos un entero, la experiencia de unos se vuelve también la de los demás, tal como la conciencia de lo bello o de la justicia se hace herencia de toda la humanidad, por medio de uno que ha logrado vivirlo con una fuerza extrema y expresarlo con una extrema belleza y convicción. Hay genios del espíritu, del pensamiento y del arte que pueden realizar, por medio de la música, el arte o su visión científica, lo que una persona normal nunca podría realizar. Con todo, les creemos porque sentimos la fuerza de convicción de sus palabras, que penetran en nuestra alma, y las asumimos como verdad, porque tenemos ya una comunión en la experiencia, aunque su experiencia supere vastamente la nuestra.
Sobre este campo de la fe podemos hablar solamente con cierta precaución, indicando que aquí se termina mi experiencia personal, que desde este momento se vuelve una común, porque les pertenece a todos los miembros del grupo del que soy parte. Así fue la experiencia de los apóstoles, misma que ha llegado a nosotros. El Apóstol Juan dice: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida”. Y, debido a que tenemos una experiencia parcial en relación a la suya, podemos confiar en su experiencia, que es más rica, más exacta. Y porque también son las palabras de Cristo. En el Evangelio según San Juan leemos estas palabras del Señor: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el Padre, nos lo ha dado a conocer”. Aceptamos Su testimonio, no porque Él hable de cosas del las que no tenemos una idea, sino porque hay otros motivos para creerle. Y aceptamos Su palabra, talvez aun inaccesible para nosotros, porque las demás que Él dijo son, en los límites de nuestra experiencia, verdad, justicia y revelación.
He aquí la forma por la cual, por medio de otros, la fe puede llegar a nosotros. O, al menos, puede sembrarnos la inquietud, porque no se trata de creer inmediatamente. No obstante, encontrándonos con esta persona y su testimonio —y si este testimonio, para ser más exactos, es convincente—, podemos recibirlo y decir: “este hombre conoce en verdad, me esforzaré en alcanzar su nivel de experiencia”. O, por el contrario, basándonos en los prejuicios y en las ideas preconcebidas, podemos apartarle de nuestro camino, y decir: “Lo que sobrepasa mis límites no me es útil. Es más, este hombre es un demente y debe ser apartado”. Un hombre de ciencia jamás procedería así, solamente un necio.
(Traducido de: Fragment extras din cartea Antonie Bloom - Despre îndoială și credință, Editura Cathisma, 2007)