¡Aprende a controlar tu ira!
No es posible que consideres un enemigo a tu propio hermano y al mismo tiempo llames “Padre” a nuestro amoroso Dios, Quien te creó según Su imagen y semejanza.
¿Te ha enfadado alguien? Acuérdate de tus pecados y de cuántas veces tú mismo has enfadado a Dios. Si no te enojas y perdonas la ofensa sufrida, tampoco Dios se enfadará contigo cuando tengas que rendir cuentas por cada uno de tus actos. “Si tenéis algo contra alguien, perdonádselo, para que también vuestro Padre celestial os perdone vuestros pecados” (Marcos 11, 25).
Si haces esto, obtenderás provecho no sólo en los Cielos, sino también aquí, en la tierra. Acuérdate de dos momentos en los que hayas sido insultado u ofendido; además, de un momento en el que hayas dado rienda suelta a tu ira y de otro cuando te hayas quedado tranquilo. Ahora, dme: ¿cuándo te sentiste más contento y cuándo sentiste que ganaste algo? ¿Cuando te dejaste llevar por la ira o cuando la supiste controlar? Hay veces en las que incluso llegamos a maldecirnos a nosotros mismos, porque la ira nos empuja a decir cosas malas. Al contrario, cuando sabemos controlar nuestra ira, nos libramos de muchos males y nos sentimos más contentos, como si hubiéramos vencido a nuestro adversario. Cuando nos defendemos con la ira, no vencemos, sino que sufrimos la más dolorosa derrota. Vencemos solamente cuando hacemos frente al mal con la bondad. Los necios, claro está, dirán que es precisamente al revés. Pero tú no debes pedirles su opinión a los necios, sino a los juiciosos. O mejor dirige tu mente a Dios, para que Él te honre. Y quien tiene la honra de Dios, no necesita de ninguna otra forma de honra.
Y si eres un iracundo por naturaleza y no puedes abstenerte, al menos no dejes que la ira te domine por mucho tiempo. Apártala lo antes posible. “Que el ocaso no os encuentre enfadados” (Efesios 4, 26). Hay que ser muy cuidadosos con esta pasión, porque es capaz de destruir familias, arruinar amistades y provocar daños terribles. ¿Hay alguien que te ofenda? No discutas con él, sino con el maligno, que es quien le lleva a actuar así. Compadécete de aquel que peca. Y ponte a pensar que, sino se arrepiente, será castigado eternamente en el infierno. De esta forma, no sólo dejarás de enfurecerte, sino que hasta sentirás lástima por él. Tal como te compadeces de un enfermo que sufre por la fiebre, así también debes compadecerte de tu hermano que es injusto contigo. También él está enfermo. ¿Quieres defenderte ante sus ofensas? Hazte humilde, callando. Sólo así le asestarás un golpe terrible a tu enemigo, el demonio. Por el contrario, si te enfadas y te vengas, te estarás haciendo mal a ti mismo y también a tu hermano, quien ya ha sido herido por el demonio y no necesita que tú le provoques más dolor, sino que le ofrezcas tu compasión, tus oraciones y tu auxilio. Si no caes, puedes hasta ayudarle. Pero, si también tú caes bajo la flecha de la ira, esa que el maligno te ha lanzado, ¿quién los levantará a los dos? Ni tú lo podrás ayudar a él, ni él a ti.
Por eso, cada uno de nosotros debe actuar de una forma tal que pueda ayudar a sanar a sus hermanos. No les provoquemos más heridas y no hurguemos en las que ya les ha causado el demonio. No respondamos al mal con el mal. Cuando nos preguntemos: “¿Está mal insultar al que me ha hecho el mal?”, respondámonos que está mal, justamente porque no estamos considerando nuestra respuesta como un mal tan grande. Y, mientras más despreciamos un cosa pequeña, más grande se hace esta, hasta que ya no tiene forma de ser sanada. Así pues, ¿crees que no está mal insultar a tu hermano? Aunque te haya causado algún mal, él sigue siendo tu hermano. Cuando oras diciendo “Padre nuestro”, ese “nuestro” significa que estás hablando en nombre de más personas. Entonces, recuerda que el Señor es el Padre de todos. Y nosotros, teniendo el mismo Padre, somos hermanos. Por eso, no es posible que consideres un enemigo a tu propio hermano y al mismo tiempo llames “Padre” a nuestro amoroso Dios, Quien te creó según Su imagen y semejanza. No es posible que embistas como un toro, que des coces como un borrego, que aúlles como un lobo o que ataques con malicia como un escorpión y, al mismo tiempo, pretendas que eres un hijo de Dios. No eres hombre, porque el hombre tiene la bondad de su Creador. Entonces ¿qué eres tú? ¿Un bestia? ¡Pero si las bestias tienen solamente una de las debilidades que nombré antes, en tanto que tú tienes muchas más! Luego, aunque las fieras del bosque son salvajes por naturaleza, si te comportas amistosamente con ellas, se apaciguan. Pero tú, que eres manso por naturaleza, te vuelves salvaje por causa de la ira.
(Traducido de: Sfântul Ioan Gură de Aur, Problemele vieţii, Editura Egumeniţa, Galaţi, p. 260-262)