El corazón del hombre que ora
Quien no ora o no sirve a Dios con todo su corazón, es como si no orara en absoluto, porque, si ora, lo hace solamente su cuerpo, el cual, en sí mismo, sin el alma, es como simple arcilla, nada más.
Al orar, es nuestro deber dominar nuestro corazón y hacerlo volver a Dios. Es necesario que nuestro corazón no se mantenga frío, que no se llene de ardid, que no pierda la fe, que no dude, porque, si es así, ¿de qué nos servirá nuestra oración, nuestro ayuno? ¿Acaso será bueno escuchar del Señor estas palabras llenas de ira: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí” (Mateo 15, 8)?
Así pues, no permanezcamos en la iglesia como unos enclenques del alma, sino que cada persona arda con su espíritu al trabajar para el Señor. Tampoco los hombres aprecian el bien que les haces con frialdad, por mera costumbre. Pero Dios quiere nuestro corazón. “Dame, hijo, tu corazón”(Proverbios 23, 26), porque el corazón es lo más importante que tiene el hombre, es su vida misma. Aún más: el corazón es el hombre mismo. Por tal razón, quien no ora o no sirve a Dios con todo su corazón, es como si no orara en absoluto, porque, si ora, lo hace solamente su cuerpo, el cual, en sí mismo, sin el alma, es como simple arcilla, nada más. Recordemos que, al orar, nos presentamos ante Dios, Quien entiende todo. Por eso, nuestra oración tiene que ser, para decirlo de algún modo, algo que implique toda nuestra alma, todo nuestro entendimiento.
(Traducido de: Sfântul Ioan de Kronstadt, În lumea rugăciunii, Editura Sophia, București, 2011, p. 9)
