La invocación del Espíritu Santo al empezar la Divina Liturgia
La Divina Liturgia constituye la forma perfecta del culto cristiano de adoración, de exaltación, de agradecimiento y de testimonio de nuestra fe.
El solemne ritual del sacerdote, al comenzar la Divina Liturgia, representa “el tiempo anunciado por el profeta Isaías, del nacimiento de San Juan el Bautista y la Encarnación de Cristo por nosotros” (San Germán de Constantinopla). La oración de invocación del Espíritu Santo es pronunciada mientras el sacerdote alza las manos, en un gesto litúrgico que tiene su fundamento en las palabras del Santo Apóstol Pablo: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar elevando hacia el cielo unas manos piadosas, sin ira ni discusiones” (I Timoteo 2, 8), pero que con el paso del tiempo se fue reduciendo a las disposiciones litúrgicas atinentes únicamente al clero.
“Rey celestial, Consolador, Espíritu de verdad, que estás en todo lugar llenándolo todo, tesoro de bienes y dador de vida: ven a habitar en nosotros, purifícanos de toda mancha y salva, Tú que eres bueno, nuestras almas”, es la primera oración de la Divina Liturgia, misma que tiene su fundamento en la Santa Escritura, específicamente en el Nuevo Testamento, en la prédica del Señor en la Última Cena, antes de Su Pasión (Juan 14, 16-17; 14, 26; 15, 26). Después de la oración de invocación, el sacerdote se inclina repitiendo la doxología que las legiones celestiales exclamaron cuando el Nacimiento del Señor, en aquel establo de Belén: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lucas 2, 14), porque la Divina Liturgia representa una actualización del nacimiento, vida, muerte y resurrección de Cristo. Además, constituye la forma perfecta del culto cristiano de adoración, de exaltación, de agradecimiento y de testimonio de nuestra fe, que se eleva a Dios por medio de Su Hijo Jesucristo (Romanos 16, 27; Filipenses 1, 2-3, 19).