Palabras de espiritualidad

La Nativididad del Señor, misterio del cristiano que da testimonio. Carta pastoral del Metropolitano Teófano

  • Foto: Oana Nechifor

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Que Dios nos conceda el don de vivir nuestra fe ortodoxa en toda su profundidad, amplitud y verdad. Le pedimos, igualmente, que proteja a nuestras familias y a nuestra nación, y que nos fortalezca para que podamos dar testimonio de estos valores fundamentales. ¡Que la alegría, la paz, la serenidad y la verdad que emanan del pesebre de Belén nos llenen a todos, a nuestros seres queridos y a todo el mundo!

† TEÓFANO

Por la Gracia de Dios, Arzobispo de Iaşi y Metropolitano de Moldova y Bucovina.

Amados párrocos, piadosos moradores de los santos monasterios y pueblo ortodoxo de Dios, del Arzobispado de Iaşi: gracia, alegría, perdón y auxilio del Dios glorificado en Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Amados hermanos sacerdotes,

Venerable comunidad monástica,

Cristianos ortodoxos,

Hemos llegado, por la mistericordia de Dios, al final del año 2017 desde el Nacimiento de Cristo. A la sucesión de años de nuestra vida se suma uno más. La alegría de los villancicos, la participación en los santos oficios litúrgicos, el tiempo compartido con nuestros seres queridos y el reencuentro con nuestros amigos nos ofrecen, en estos días, un escape al tumultuoso ritmo de nuestra vida cotidiana.

En el período comprendido entre la Navidad y la Epifanía tenemos, me parece, una mejor disposición para meditar sobre el rumbo de nuestra vida y sobre nuestra relación con Dios y con los demás. Además, experimentamos una mayor apertura al misterio de la fe en Cristo, Dios verdadero y Hombre verdadero. De forma especial, nos acercamos a la excelsa verdad del descenso de Dios entre los hombres y de Su Nacimiento, en un cuerpo, de la Santísima Virgen María. Ante nosotros se presenta el misterio de Belén, cuando, por primera vez, Dios se hizo verdaderamente conocido al mundo. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna [1]. “Entonces se manifestó la revelación del amor supremo de Dios por el mundo”, dice el padre Dumitru Stăniloae, “un amor sin par. Esa noche Dios vino para revelarles a los hombres Su verdadera faz y demostrarles cuánto ama al ser humano. A partir de ese momento, los hombres empezaron a conocer cuál es la verdadera relación entre Dios y el mundo, y comenzaron a ver que Dios es su Padre, es decir, todo lo que podría serles más cercano y amoroso” [2].

Los primeros en conocer el amor de Dios al mundo, manifestado en la Natividad de Cristo, fueron la Santísima Virgen María, el anciano José, los pastores y los magos. Ellos fueron los primeros que vivieron y atestiguron esta gran verdad, es decir, que Dios, por amor, desciende a los hombres y al mundo, entra en la historia de la humanidad, permanece para siempre con nosotros y nos hace partícipes de la vida eterna, alzándonos a la gloria de Su Reino.

El advenimiento de Cristo trajo alegría santa y paz verdadera a las almas de los magos y pastores, de la Madre del Señor, y del anciano José. Al mismo tiempo, la verdad de la Natividad de Cristo provocó turbación al rey Herodes y a los que le rodeaban.

Desde entonces y hasta hoy, la vida de quienes han creído en Cristo se ha desarrollado y se sigue desarrollando entre la alegría de ser cristiano y la perspectiva de tener que sufrir por ello. Es una realidad que no debería sorprendernos ni desalentarnos, porque se trata del camino de Cristo y Sus discípulos: “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo. Acordaos de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra, también la vuestra guardarán” [3].

Los primeros cristianos conocieron y experimentaron en sus propias vidas esa tensión entre la alegría de pertenecer a la Iglesia de Cristo y la inquina de quienes no aceptan la palabra del Evangelio: “Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones [4], dice el Santo Apóstol Pablo. También él nos advierte: “A vosotros se os ha concedido la gracia de que por Cristo... no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él[5].

Fieles ortodoxos,

En el año 2017 desde el Nacimiento de Cristo, nuestra Iglesia ha rendido homenaje a todos aquellos que, en el período comprendido entre 1945 y 1989, dieron testimonio, algunas veces entre grandes sufrimientos, de su fe en Cristo. La figura del Patriarca Justiniano (Marina), de cuyo paso a la eternidad recién se cumplieron cuarenta años, fue especialmente evocada por su labor al servicio de la Iglesia de Cristo en tiempos y condiciones extraordinariamente difíciles. Asimismo, fueron conmemorados —con la piedad y el respeto debidos— aquellos que ofrendaron sus vidas en las cárceles de esos tiempos tan atroces, admirándonos por su carácter, la fuerza de su fe y su capacidad de sacrificio. La santidad de muchos de ellos se convirtió en un bendecido ícono del cual hoy beben muchos cristianos, en su determinación a dar testimonio de la fe correcta, de la justa forma de vivir y de los valores de la patria y la familia.

En este año, dedicado expresamente a los que ofrendaron su vida durante el período comunista, se nos remarcó también el sacrificio de los fieles aún afuera de la cárceles del régimen. Nuestras madres y abuelas fueron verdaderas miróforas de la fe en sus familias, participando a sus hijos de los Sacramentos de la Iglesia y educándolos en el espíritu de la fe en Dios. Muchos de los jerarcas y sacerdotes de esos tiempos, así como numerosos monjes y monjas, dieron testimonio de su fe en condiciones especialmente adversas. Construyeron y restauraron iglesias, escribieron y publicaron libros de edificación espiritual, y divulgaron la palabra del Evangelio; todo, enfrentando muchas penas. También les tocó sufrir la supresión de distintas diócesis, monasterios y escuelas teológicas, la destrucción de una gran cantidad de iglesias, y toda clase de abusos dirigidos a las familias de los sacerdotes o de los presos políticos. Para todos ellos, la fiesta de la Natividad del Señor era como un bálsamo de consuelo y de fortalecimiento en la esperanza de tiempos mejores y más justos, esos que tardaron tanto en llegar.

Amados hijos e hijas de la Iglesia de Cristo,

En los tiempos que vivimos hoy, con sus aspectos buenos y malos, justos e injustos, dar testimonio de la verdadera fe y luchar por vivir en la virtud cs igual de importante que en otros momentos de la historia de la Iglesia. Las palabras de nuestro Señor Jesucristo, vinculadas a esa necesidad de testimoniar, tienen el mismo valor hoy que en el momento en que fueron pronunciadas: “Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos” [6].

Nuestra actitud ante la fiesta del Nacimiento del Señor no debe ser la de simplemente recordar un suceso ocurrido alguna vez en la historia, sin relación alguna con nuestra vida de hoy. La fiesta de la Natividad no es solamente ocasión de convivir agradablemente en el seno de nuestra familia, de intercambiar obsequios entre nosotros, o de degustar algunos platillos especiales con nuestros seres queridos. El Nacimiento de nuestro Señor debe ser entendido, vivido y testimoniado como un suceso permanentemente real, vivo y con consecuencias sobre nuestra vida. “Hoy una Virgen da a luz al Eterno”, dice el cántico de la Iglesia, “Cristo ha nacido hoy”, anuncia un villancico. La fiesta de la Natividad de nuestro Señor tiene, así, un sentido continuamente presente, profundo, espiritual, que nos concierne directamente a cada uno de nosotros. Es un llamado a concienciar nuestro estado de cristianos, es decir, de conocedores, practicantes y testigos de la Verdad, Cristo-Dios. Lo que realizaron los pastores y los magos en Belén. y la actitud testimoniante de los cristianos de épocas anteriores y de otras más recientes constituye el deber, el mandato y la tarea que debemos asumir también los cristianos de hoy.

En primer lugar, el cristiano está llamado a entender el mundo en el que vive, a ver la dirección en que este se mueve y a actuar en consecuencia. Un análisis atento y honesto de lo que sucede en nuestro interior y exterior, nos muestra una vida cada vez más agitada, una permanente carrera por ganar más tiempo para hacer cada vez más cosas. La agitación, el ruido y la tensión que nos rodean suelen alcanzar niveles insoportables. Constatamos, al mismo tiempo, la disminución e incluso la pérdida de la conciencia de lo que es bueno y malo en verdad. Las firmes convicciones y certezas de antes, hoy se tambalean de un lado al otro, disolviéndose, una tras otra, a una velocidad preocupante. Y en su lugar aparece un estado de duda, de inseguridad, de pérdida de la dirección. La normalidad, tal como es concebida por la Escritura y el sentido común de antaño, ya no es considerada como una dirección sana y digna de ser seguida. Tristemente, en esta forma de pensar, tan contraria al Evangelio, caen también algunos cristianos ortodoxos.

“¡Comparezcamos bien! ¡Comparezcamos con temor! ¡Estemos atentos!”, dire el sacerdote en cada Liturgia. Ese estado de vigilia, sumado a la capacidad para distinguir los espíritus y entender las cosas —algunas veces, pasando por el horno de las pruebas—, son y deben ser el pan y el agua del cristiano ortodoxo verdadero. Su actitud de testimonio debe comprender, principalmente, tres direcciones: la fe verdadera, la familia y los valores cristianos de la nación.

Dar testimonio de la fe correcta y verdadera es el deber fundamental de todo cristiano. Esto significa nuestra presencia perserverante en la Iglesia, es decir, nuestra permanencia en comunión y en continuidad con los Santos Apóstoles, los Santos Padres y los Padres espirituales contemporáneos. Nuestro vínculo, en la verdad y el amor, con estos tres aspectos, nos libra de la herejía, las desviaciones y los cismas.

La familia actual se halla sometida a grandes presiones. Por una parte, la preocupación excesiva por tener una carrera y alcanzar cierto bienestar material crea enormes conflictos en su seno, con graves consecuencias para la relación entre esposo y esposa, pero especialmente para los niños. Por otra parte, asistimos al surgimiento de tendencias —cada vez más agresivas— que intentan imponer nuevas formas de convivencia, ajenas a la familia tradicional, creando aún más confusión y escisión entre las personas. El cristiano está llamado a concienciar todo esto y a luchar constantemente y con valor en defensa de la familia.

La defensa de la familia se halla estrechamente ligada al testimonio de los valores cristianos de la nación, porque un pueblo renace especialmente cuando en él hay familias verdaderas, o se debilita y desaparece cuando estas le faltan. Luego, es necesario mantener el vínculo con todas las generaciones de nuestros antepasados y conocer la herencia que ellos nos dejaron. El valor que otorgamos a los ideales de nuestros predecesores, el cuidado que dedicamos a la buena andadura de las generaciones actuales y a la herencia que habremos de dejarles a nuestros descendientes deben ser las preocupaciones de un cristiano verdadero que asume su condición de ortodoxo y de rumano.

El testimonio de la fe ortodoxa y el de los valores familiares y nacionales sólo es posible en la medida en que el hombre renueva, en primer lugar, su propia vida, luchando contra sus debilidades y pasiones, revistiéndose aún más en Cristo. “Alcanza la paz (interior) y miles a tu alrededor se salvarán”, dice San Serafín de Sarov. El hombre que tiene paz en su interior, que ama la simplicidad y que se ha liberado del deseo de dominar, santifica todo a su alrededor y, por esto, se vuelve un verdadero discípulo. “El mundo que le rodea, el medio concreto que le circunda, la familia, la escuela, el trabajo, recibe, por medio suyo, un hálito de amor, de alegría, de paz, de mansedumbre, de bondad, de fidelidad, de ánimo... de estos frutos del Espíritu Santo” [7]. San Juan Crisóstomo dice que en el cristiano “todo debe parecer cristiano: su forma de caminar, su mirada, su manera de vestir, su modo de hablar. Les digo esto, no para envanecernos por ser cristianos, sino para poner en orden nuestra vida, en provecho de quienes nos rodean [8].

Amados hermanos y hermanas en Cristo, el Señor,

En la atmósfera santa de la fiesta de la Natividad del Señor, traemos ante los ojos de la mente y del corazón, la bendita imagen de la Santísima Virgen María, del anciano José, de los ángeles, de los magos y los pastores. Estamos llamados a reencontrarnos en ellos, a buscar vivir como ellos, y a hacer de su testimonio la fuerza del nuestro. La santidad de la Madre de Dios, la modestia del anciano José, la sencillez de los pastores y la sabiduría y el coraje de los magos, son manantiales de vida que pueden abrevar nuestra fe y fortalecernos en nuestra actitud de dar testimonio.

Que Dios nos conceda el don de vivir nuestra fe ortodoxa en toda su profundidad, amplitud y verdad. Le pedimos, igualmente, que proteja a nuestras familias y a nuestra nación, y que nos fortalezca para que podamos dar testimonio de estos valores fundamentales. ¡Que la alegría, la paz, la serenidad y la verdad que emanan del pesebre de Belén nos llenen a todos, a nuestros seres queridos y a todo el mundo!

Les deseo a todos una fiesta de la Natividad del Señor con mucha paz espiritual y un Año Nuevo con esperanza y bellas realizaciones en nuestra propia vida, la de nuestra familia, la de la Iglesia y la de nuestro pueblo.



 

Su padre y hermano colaborador en la Viña de la Iglesia de Cristo,

 

† Teófano

Metropolitano de Moldova y Bucovina

 

Notas bibliográficas

[1] Juan 3, 16.

[2] P, Dumitru Stăniloae, „Chipul Fiului”, en Cultură şi duhovnicie. Articole publicate în Telegraful Român (1942-1993). Obras completas, vol. 3, Editorial Basilica del Patriarcado Rumano, Bucarest, 2012, p. 503.

[3] Juan 15, 18-20.

[4] II Timoteo 3, 12.

[5] Filipenses 1, 29.

[6] Mateo 10, 32.

[7] Panayotis Nellas, L’Eglise, un lieu pour renaître. Les fondements théo-logiques, sacramentels et liturgiques de la spiritualité”, en Contacts, nouvelle série, an XXXIII (1981), no. 114, p. 97.

[8] San Juan Crisóstomo, Scrieri. Partea a treia. Omilii la Matei, en la colección “Părinţi şi scriitori bisericeşti”, vol. 23, traducido por el P.. Dumitru Fecioru, EIBMBOR, Bucarest, 1994, p. 58.