La originalidad y la belleza del Creador
Si supiéramos ensimismarnos y vernos en toda nuestra complejidad, de la forma en que Dios lo pensó, ¿para qué necesitaríamos ponernos una argolla en la nariz? ¿A quién le interesaría depilarse y arreglarse las cejas? Nos daríamos cuenta de que todo esto no vale absolutamente nada.
La falta de originalidad se convierte en un complejo y esto implica graves problemas. Freud hablaba del complejo de inferioridad, pero esta obsesión con la originalidad, en los jóvenes contemporáneos, aunque parezca paradójicp, también se ha vuelto un complejo. Porque una cosa es ver esto en los artistas, y otra verlo en una adolescente que no se compra determinado vestido, porque su vecina tiene uno idéntico. Es capaz de comprarse un vestido que no le gusta y renunciar a uno que sí le gusta, por el simple hecho de que conoce a alguien que tiene uno igual. En realidad, todo esto revela un estado del alma, una crisis más profunda, una crisis de identidad.
Con toda esta necedad de “ser original”, de hacerte notar, de hecho manifiestas un gran sufrimiento, una profunda soledad, el drama de tu vida, que es algo que no puedes ocultar bebiendo Pepsi, ni comprándote los auriculares de moda, ni perfumándote, ni aprendiendo a reirte histriónicamente... simplemente, no se puede ocultar. Puedes decir lo que quieras, pero cuando te veo vestido o vestida de determinada forma o con determinado color, me estás revelando tu sufrimiento. Los psiquiatras saben bien esto, aunque esta enfermedad sea la norma hoy en día.
Y aún hay algo más grave, algo peor: todas estas exteriorizaciones, todo el esfuerzo que ponemos en “ser” de determinada forma (imagen, estilo, etc.), todos estos terribilismos nos impiden, de hecho, descubrir nuestra verdadera identidad, nuestro verdadero propósito.
Dios hizo único a cada uno de nosotros. Dios no sólo puede hacer que millones de personas sean distintas entre sí; Él puede hacer que —desde el inicio de la historia y hasta el final— cada persona sea diferente a todas las demás que han existido y existen, pero, al mismo tiempo, nos abarca a todos en Sí mismo, por medio de Cristo. Por eso es que no debemos afanarnos en “ser originales”, porque si somos nosotros mismos, no necesitamos de ninguna otra “originalidad”. Y no se trata de una originalidad solamente para ser diferente, no en el sentido cultural qe le otorga la crítica literaria o artística, sino en sentido bello de la palabra, de ser único, pero en una particularidad en la que se revela la belleza del mundo entero y la belleza del Creador.
Nos maravillamos cuando nos descubrimos en los demás. Y sufrimos en la medida en que buscamos imponernos, impresionar a los demás y hacer un espectáculo de nuestra vida, porque no somos comprendidos. Así es como perdemos la alegría y la revelación de descubrirnos en el otro. ¿Es que no sabemos que cada persona que se presenta ante nosotros es una vida aparte, es nuestra vida vivida hoy, aquí, juntos, aunque esta vida dure solamente tres minutos, aunque dure solamente lo que una mirada? Hay miradas que no podemos olvidar jamás, como ocurre con la de cualquier desconocido a quien no habíamos visto antes ni volvimos a ver otra vez, pero que se quedó grabada para siempre en nuestra vida. (...)
Pensemos, pues, en el poder del amor que Cristo nos reveló, el poder de perdonar, de amar, de conocer, de “ser”, simplemente. Cuando empezamos a descubrir en nosotros estas realidades, que son infinitas para nuestra mente, nuestra propia alma se convierte en el espectáculo más cautivante y sobrecogedor. Si supiéramos ensimismarnos y vernos en toda nuestra complejidad, de la forma en que Dios lo pensó, ¿para qué necesitaríamos ponernos una argolla en la nariz? ¿A quién le interesaría depilarse y arreglarse las cejas? Nos daríamos cuenta de que todo esto no vale absolutamente nada.
(Traducido de: Ieromonah Savatie Baștovoi, Ortodoxia pentru postmoderniști, Cathisma, 2007, p. 159-163)