Palabras de espiritualidad

La tristeza por nuestros pecados

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Expresar tu dolor no significa que has caído en la desesperanza. Hay que entender esa diferencia y llorar con esperanza, sabiendo que somos escuchados. Leamos más los Salmos.

Sé bien lo que tengo que hacer: si he pecado, diré: “¡Perdóname, Señor!”. Si he ofendido a alguien, diré: “¡Perdóname!”. Debo luchar para olvidar las ofensas de los demás, para perdonar inmediatamente y evitar caer en el resentimiento. Tengo que luchar contra cualquier forma de animadversión y enemistad… ¡Sí, hay momentos en los que todo se va al traste, todo, y nada sale bien! ¡Sí, también a mí me pasa! ¿Y qué hago? Lloro de dolor como siento que debo hacerlo, pero no desespero, porque sé que se me dio el mandamiento de no caer en la desesperanza.

Expresar tu dolor no significa que has caído en la desesperanza. Hay que entender esa diferencia y llorar con esperanza, sabiendo que somos escuchados. Leamos más los Salmos. El Señor nos dice todo el tiempo: “¡Clama a Mí en tu dolor!”. Y entonces verás cómo viene el consuelo para tu tribulación. Hay una tristeza sana, que no es sinónimo de desesperanza. El Señor dijo en el Getsemaní: “Mi alma está triste hasta la muerte”. Y, en ese mismo estado espiritual, les anunció a Sus discípulos: “¡Mi paz os dejo!”. Es decir, “Mi paz, mi alegría sea con vosotros”.

Así pues, la alegría y la tristeza se hallan en lugares diferentes de nuestra alma. Nuestra alma, ciertamente, es muy sensible, y cualquier cosa que no nos guste o nos duela cuando alguien nos habla, nos agobia. Como dicen los Padres en el Paterikón, cuando arrojas una piedra al agua, esta forma muchas ondas sobre su tersa superficie; esto es lo mismo que pasa con el alma ante algún suceso doloroso. Los santos no son insensibles, sino todo lo contrario. Eso sí, no debes reaccionar para castigar o vengarte del otro; lo que tienes que hacer es vivir el dolor de una forma más sencilla, y orar. Es tan simple, porque ni siguiera tienes que sentir que has perdonado. Solo dices: “¡Bendice, Señor, a aquel que me maldice y me hace el mal!”. Y así siento la certeza de haber perdonado. ¡Listo! Dejo de pensar en eso. Y si pienso que no puedo sonreírle a quien me ofendió, me pregunto por qué no debo hacerlo. Revuelvo todo en mi interior, y me cuestiono: ¿por qué no habría de sonreírle si me lo encuentro en algún momento? Talvez porque todavía estoy un poco triste. Pero ese no es un estado de pecado, en el sentido de que el agua del alma recupera más lentamente su tersura inicial. Pero no pienso en vengarme, ni siquiera quiero hacerle el mal, no quiero decirle nada más, He terminado, lo que sucedió ya es cosa del pasado, y ahora vivo las consecuencias, hasta que tambén ellas desaparezcan.

(Traducido de: Monahia Siluana VladDeschide Cerul cu lucrul mărunt, Editura Doxologia, Iași, 2013, pp. 155-156)