La vital importancia de dar y pedir perdón
Solamente el perdón sincero disuelve ese cuerpo extraño que hay en nuestra alma y la espina que está clavada en nuestros ojos. Solamente entonces el amor de Dios nos puede dar el perdón que echamos en falta.
El rechazo al perdón o a pedir perdón mantiene rígido nuestro corazón. Latente en nuestra memoria, el mal que les hicimos a otros es una impureza que pervive en nosotros, nos intoxica continuamente y emana un fuerte hedor en todo nuestro ser; las brasas o las tinieblas de esa toxina nos dañan los ojos y no podemos ver al otro en pureza. Con esto, no podemos amar a Dios, en tanto que el otro no nos puede amar a nosotros.
Solamente el perdón sincero disuelve ese cuerpo extraño que hay en nuestra alma y la espina que está clavada en nuestros ojos. Solamente entonces el amor de Dios nos puede dar el perdón que echamos en falta. […]
También el mal que hemos hecho a otros perturba nuestra alma. Nos sentimos intranquilos. Nos impide tener una mirada directa y cristalina cuando estamos frente al otro. En cada encuentro con él nos sentimos abochornados porque suponemos que aún guarda en su corazón el reuerdo del mal que le hicimos. Y es que el orgullo nos impide clarificar nuestra relación con él. Solamente el hecho de pedir perdón nos puede hacer volver a tener una relación abierta, directa, sincera. Si persisto en mi orgullo, sin pedir perdón, no puedo presentarme ante Dios con el rostro descubierto y el corazón compungido. Detrás de cada acto de pedir perdón debe haber un sincero sentimiento de contrición.
La contrición puede hacer que nuestra mirada tenga un dejo de nostalgia, pero los ojos que están llenos de la tristeza del arrepentimiento tienen, al mismo tiempo, una mirada limpia y directa. Con esta contrición sincera tengo que presentarme ante Dios para pedirle perdón, después de haberle pedido perdón a mi semejante.
(Traducido de: Părintele Dumitru Stăniloae, Rugăciunea lui Iisus și experiența Duhului Sfânt, Ed. Deisis, Sibiu, 1995, pp. 78-79)