En defensa del ayuno
Nos mantenemos lejos de la comida, pero cerca del pecado: no comemos carne, pero devoramos las almas de nuestros semejantes; no nos embriagamos con vino, pero nos aturdimos con los apetitos del cuerpo.
“Me da miedo ayunar, porque el ayuno enferma y debilita el cuerpo”. Eso es lo que dicen algunos. Pero tenemos que saber que, mientras más abatimos la materia del cuerpo, más se renueva nuestra alma (II Corintios 4, 16). Por otra parte, si estudiamos el asunto a más profundidad, veremos que el ayuno favorece la salud de nuestro cuerpo. Esto mismo se lo podemos preguntar a los médicos, para que nos lo confirmen. Y es que la mayoría de ellos dicen que el equilibrio al comer ayuda a mantener la buena salud del cuerpo, en tanto que la gula puede causar toda clase de enfermedades.
Así las cosas, no le temamos al ayuno, porque son muchos y muy grandes sus beneficios. También veo personas que, antes y después de ayunar, comen en abundancia, lo cual los lleva a perder todos los frutos de esa abstinencia. Es como si nuestro cuerpo se estuviera recuperando de una larga enfermedad y, justo cuando nos estamos levantando del lecho para empezar a andar otra vez, aparece alguien y nos empieza a dar de golpes, agravando así la dolencia de la que padecíamos. Esto es lo que sucede con nuestra alma, cuando antes y después de ayunar no sabemos guardar el equilibrio al comer.
Pero, también al ayunar, no basta con abstenernos de determinados alimentos, sino que también tenemos que aprender a ayunar con el alma. Hay un gran riesgo de que, aun respetando los períodos de ayuno establecidos por la Iglesia, no obtengamos ningún provecho de ellos. ¿Por qué? Porque nos mantenemos lejos de la comida, pero cerca del pecado: no comemos carne, pero devoramos las almas de nuestros semejantes; no nos embriagamos con vino, pero nos aturdimos con los apetitos del cuerpo; pasamos el día sin comer, pero asistimos a espectáculos vergonzosos. Actuando así, nos privamos de todo el provecho del ayuno. Por eso, el ayuno de los alimentos debe ser acompañado de la renuncia a todo pecado, además de practicar la oración con más ahínco y concentrarnos en la lucha espiritual. Solamente así podremos presentarle a Dios un sacrificio agradable, y los frutos de nuestra abstinencia serán abundantes.
(Traducido de: Sfântul Ioan Gură de Aur, Problemele vieții, Editura Egumenița, pp. 350-351)