Palabras de espiritualidad

¿Cuál es el propósito del ayuno?

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Al ayunar, ¿cambió en algo tu alma? ¿Tu corazón? ¿Tu forma de pensar? Porque, si no es así, nos limitamos a un mero legalismo y nada más, pues no nos interesa el fruto de nuestra abstinencia. Y es que el resultado del ayuno debe ser la transformación del hombre. Si esto no ocurre, en vano hemos ayunado.

Si el ayuno no nos transforma, es una pérdida de tiempo. Podrás hacer toda la caridad que quieras, que si no oras, es en vano. ¿Se dan cuenta de la importancia de esto? Es que es así. Podrás dar todo lo que quieras a los pobres, construir asilos para ancianos, orfelinatos, hospitales... pero, si no oras, es inútil. ¿Por qué? Porque la oración es la buena acción más grande que existe.

Deberíamos llegar al punto en que no podríamos vivir más sin la Divina Liturgia. Porque, después de morir, veremos cómo son las cosas en realidad... Luego, hagamos todo lo que podamos en esta vida, porque es terrible que, después de morir, sólo nos quede la esperanza de los oficios hechos en nuestra memoria.

Pero somos nosotros los que debemos orar, y no dejarlo en manos de otros. Ahh, pero empiezan a “aparecernos” un montón de excusas: que está muy oscuro por ser temprano, que ahora hay demasiado sol, que son las ocho de la mañana y hay que hacer la limpieza, que aún es muy temprano para ponerse a orar... Y es el demonio quien nos susurra todas esas justificaciones. Porque somos nosotros mismos quienes tenemos que programar nuestra oración. Entonces, no argumentemos más cosas como estas, porque estaremos perdiendo toda recompensa. Y es que los que ayunan se hacen notar.

¿Se hizo una doxología por el santo de hoy? Sí, se hizo una gran doxología, así que hasta hoy se puede comer pescado. ¿Ven lo que hace la Iglesia? Nos da ciertas licencias. Hay quienes comemos pescado, hay quienes no. Cuando decimos: “Quedan cinco días para la Navidad... voy a ayunar con un poco más de severidad” hacemos bien, pero la Iglesia no nos coacciona. El que quiera, puede comer pescado en esos días en los que lo tenemos permitido.

La Iglesia, de hecho, es bastante flexible y no compele al hombre, pero sí que intenta mantenerlo cerca. Muchos vienen y me consultan sus preocupaciones relacionadas con la ingesta de alimentos, permitidos o no, en los períodos de ayuno: “Padre, hoy comí esto y aquello, simplemente sucedió... “. La cosa no va así. Si sucedió, sucedió. El problema es otro: al ayunar, ¿cambió en algo tu alma? ¿Tu corazón? ¿Tu forma de pensar? Porque, si no es así, nos limitamos a un mero legalismo y nada más, pues no nos interesa el fruto de nuestra abstinencia. Y es que el resultado del ayuno debe ser la transformación del hombre. Si esto no ocurre, en vano hemos ayunado.

Es fácil reconocer a quienes ayunan. Hasta podrías elegirlos de entre una multitud: este ayuna, aquel no, este sí, este no, etc. ¿Por qué? Porque se nota. Se observa cuando el individuo ayuna. ¿Cómo? En su forma de hablar, su forma de saludar, su forma de conversar con los demás, su hospitalidad... Inmediatamente reconoces quién ayuna y quién no. Puede que alguien diga: “¿Por qué dices que no ayuno? ¡Yo ayuno!”. Bueno... si no se nota que ayunas, si no ha nacido en ti el hombre nuevo, es que estás ayunando sólo de forma. Por eso es que, al confesarnos, terminamos exponiendo nuestros pecados en modo presente: “Estoy enfadado con tal persona...”. Deberíamos decir: “Estuve enfadado con tal persona”, porque a la Confesión hay que venir después de habernos reconciliado con los demás. Hay otros que se acercan a confesarse, y me dicen: “Gracias a Dios, padre, he podido ayunar durante todo este período, sin probar nada de vino ni aceite. Pero, por otro lado, no soporto a R. y no le hablo”. Cuidado. Esto no está bien. Un hombre consciente, serio, no tiene esa clase de problemas de no hablarse con tal o cual persona, indiferentemente de lo que hayan vivido, porque sabe (y tiene temor) de Dios.

El problema es, entonces, si el ayuno nos cambia o no, si nuestra asistencia a la Liturgia es verdaderamente sincera y provechosa. Si no lo es, estamos perdiendo el tiempo. Y, ojo, que esto podría ser motivo de condena para nosotros. “Hace apenas un año me era más fácil venir (a la iglesia), pero ahora...”. Cuidado, que es el demonio quien nos induce estas ideas: que es muy temprano, que es muy tarde, que hay frío, que hay demasiado calor, etc. El maligno te ofrece una gama enorme de argumentos y tú eliges uno o varios, con tal de no acercarte a la iglesia.

Y estoy hablando de ti, cristiano que te confiesas, que comulgas, que lees libros espirituales y que ayunas. No hablo de esos que vienen a la iglesia una vez cada cinco años, o de aquellos que se acercan solamente en la Navidad. Esa es otra categoría de personas, inconscientes, que no saben ni en qué mundo están viviendo. Son los que acuden a Cristo sólo cuando tienen necesidad de algo. Toda esa falsedad, esa fachada, no nos interesa; lo importante es lo que hay dentro, eso que luego se hace evidente.

¿Pero qué pasa muchas veces? Que el cristiano, en vez de escuchar, tiene algo que decir. ¿Quién podría asemejarse a Cristo? Veámoslo a Él: despreciado, azotado, clavado en la Cruz. ¿Por qué? Porque renunció a sí mismo, porque cedió, a pesar de ser inocente. Por eso, los sacerdotes, cuando alguien nos confiesa que se halla en conflicto con otra persona, le decimos inmediatamente: “¡Ve y reconcíliate con tu semejante!”. Pero el feligrés, en vez de obedecer, responde casi al instante:

¿Qué? ¿Que vaya yo, padre?

¡Sí, tú!

¡Está bien... pero yo soy mayor que él!

¡Precisamente por eso, porque eres mayor!

Padre, pero si yo soy inocente...

Exactamente. Por eso tienes que ir tú, porque no eres tú el culpable.

Está bien, padre... Pero es que él ni siquiera viene a la iglesia. Es un engreído.

Por eso te estoy mandando a ti, porque tú si vienes a la iglesia y sabes lo que debes hacer.

¿Qué dicen las oraciones que hacemos cuando nos preparamos para comulgar? “Deseando comulgar del sacrificio sin sangre, ve y reconcíliate con aquellos que te hayan ofendido”. No solamente con esos a los que tú ofendiste, sino con quienes te han ofendido a ti. ¡Y, atención, que estas palabras nos envían directamente al fuego eterno, si no las respetamos!